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jueves, 9 de mayo de 2013

FUNDACION E IMPERIO - II


Isaac Asimov










Prólogo


El Imperio Galáctico se derrumbaba.
Era un Imperio colosal que se extendía a través de millones de mundos, de un extremo a otro de la inmensa espiral doble que era la Vía Láctea. Su caí­da también sería colosal, y además prolongada, por­que debía abarcar un enorme período de tiempo.
Había estado derrumbándose durante siglos antes de que un hombre se diese realmente cuenta de ello. Aquel hombre era Hari Seldon, el ser que represen­taba la única chispa de esfuerzo creador que subsis­tía en la decadencia general. El fue quien desarrolló y llevó a su punto culminante la ciencia de la psicohistoria.
La psicohistoria no trataba del hombre, sino de las masas de hombres. Era la ciencia de las muche­dumbres, de miles de millones de personas. Podía prever las reacciones a diferentes estímulos con la misma exactitud que una ciencia menor predecía el rebote de una bola de billar. La reacción de un hom­bre se podía vaticinar por medio de las matemáticas conocidas, pero la de mil millones era algo distinto.
Hari Seldon presagiaba las tendencias sociales y económicas de la época, y estudiando las curvas previó la continua y acelerada caída de la civilización y el lapso de treinta mil años que debía transcurrir antes de que un nuevo Imperio pudiese emerger de las ruinas.
Era demasiado tarde para detener aquella caída, pero aún había tiempo de cerrar el paso a la llegada de la barbarie. Seldon estableció dos Fundaciones en «extremos opuestos de la Galaxia», localizadas de modo que en un milenio los acontecimientos se fun­dieran y consolidaran para formar la base de un Se­gundo Imperio más fuerte, más permanente y de más rápida aparición.
Fundación relata la historia de una de estas Fun­daciones durante los dos primeros siglos de su vida. Se inició como una colonia de científicos en Términus, un planeta situado en el extremo de una de las espirales de la Galaxia. Separados del desorden del Imperio, aquellos científicos trabajaron en la re­copilación de un compendio universal de la sabiduría, la Enciclopedia Galáctica, ignorantes de la misión más profunda que había planeado para ellos el ya fallecido Seldon.
A medida que el Imperio se desintegraba, las re­giones exteriores cayeron en manos de «reyes» inde­pendientes, y la Fundación se vio amenazada por ellos. Sin embargo, enfrentando entre sí a los cabe­cillas, bajo el mando de su primer alcalde, Salvor Hardin, consiguieron mantener una precaria indepen­dencia. Como únicos poseedores de la energía ató­mica en unos mundos que estaban olvidándose de las ciencias y retrocediendo al carbón y al petróleo, lle­garon incluso a tener cierta preponderancia. La Fun­dación se convirtió en el centro «religioso» de los reinos circundantes.
Lentamente, la Fundación desarrolló una econo­mía comercial mientras la Enciclopedia pasaba a se­gundo plano. Sus comerciantes, vendiendo artículos atómicos cuya calidad no hubiese superado el Impe­rio ni en su época más gloriosa, penetraron hasta cientos de años-luz a través de la Periferia.
Bajo Hober Mallow, primero de los Príncipes Co­merciantes de la Fundación, desarrollaron las técni­cas de la guerra económica hasta el punto de derro­tar a la República de Korell, a pesar de que este mundo recibía el apoyo de una de las provincias exteriores de lo que quedaba del Imperio.
Al término de doscientos años, la Fundación era el estado más poderoso de la Galaxia, exceptuando los restos del Imperio que, concentrados en el tercio central de la Vía Láctea, controlaban tres cuartas partes de la población y de las riquezas del universo.
Parecía inevitable que el siguiente peligro al que tendría que enfrentarse la Fundación fuera el cole­tazo final del Imperio moribundo.
Había que despejar el camino para la batalla en­tre la Fundación y el Imperio.



PARTE I
EL GENERAL


1. LA BÚSQUEDA DE LOS MAGOS


BEL RIOSE - ...En su carrera relativamente bre­ve, Riose obtuvo el título de «el último de los Impe­riales», y lo hizo merecidamente. Un estudio de sus campañas revela que igualó a Peurifoy en capacidad estratégica, y tal vez le superara en habilidad para manejar a los hombres. El hecho de que naciera du­rante la decadencia del Imperio hizo imposible que igualara a Peurifoy como conquistador. Sin embargo, tuvo su oportunidad cuando -y fue el primero de los generales del Imperio en hacerlo- se enfrentó cara a cara con la Fundación...
Enciclopedia Galáctica (1)

Bel Riose viajaba sin escolta, lo cual no estaba prescrito por la etiqueta de la corte para el jefe de una flota estacionada en un sistema estelar, todavía arisco, en las lindes del Imperio Galáctico.
Pero Bel Riose era joven y enérgico -lo bastante como para ser enviado lo más cerca posible del fin del universo por una corte desapasionada y calcula­dora- y, por añadidura, curioso. Extrañas e inverosímiles narraciones, repetidas caprichosamente por cientos, y lóbregamente conocidas por miles, intriga­ban esta última facultad; la posibilidad de una aven­tura militar atraía a las otras dos. La combinación era abrumadora.
Bajó del coche de superficie del que se había apro­piado y llegó al umbral de la vetusta casa que cons­tituía su destino. Esperó. El ojo fotónico que abría la puerta estaba activado, pero fue una mano la que la abrió.
Bel Riose sonrió al anciano. -Soy Riose...
-Le reconozco. -El anciano permaneció rígido, y nada sorprendido, en su lugar-. ¿De qué se trata? Riose dio un paso atrás en un gesto de sumisión. -Un negocio de paz. Si usted es Ducem Barr, le pido me conceda el favor de que mantengamos una conversación.
Ducem Barr se hizo a un lado, y en el interior de la casa se iluminaron las paredes. El general entró en una estancia bañada por luz diurna.
Tocó la pared del estudio y luego se examinó las yemas de los dedos.
-¿Tienen ustedes esto en Siwenna? Barr sonrió ligeramente.
-Pero sólo aquí, según creo. Yo lo mantengo en funcionamiento lo mejor que puedo. Debo excusarme por haberle hecho esperar en la puerta. El disposi­tivo automático registra la presencia de un visitante, pero ya no abre esa puerta.
-¿Sus reparaciones no llegan a tanto? -la voz del general denotaba una ligera ironía.
-Ya no se consiguen piezas de recambio. Tenga la bondad de tomar asiento. ¿Desea una taza de té? -¿En Siwenna? Dios mío, señor, es socialmente imposible no beberlo aquí.
El viejo patricio se retiró sin ruido, con una lenta inclinación que era parte de la ceremoniosa herencia legada por la aristocracia desaparecida de los mejo­res días del siglo anterior.



(1) Todas las citas de la Enciclopedia Galáctica reproducidas aquí proceden de la edición 116 publicada en 1020 E. F. por la Enciclopedia Galáctica Publishing Co., Términus, con el permi­so de los autores.

Riose siguió a su anfitrión con la mirada, y su estudiada urbanidad se sintió algo insegura. Su edu­cación había sido puramente militar, lo mismo que su experiencia. Se había enfrentado a la muerte en repetidas ocasiones, pero siempre a una muerte de naturaleza muy familiar y tangible. En consecuencia, no es de extrañar que el idolatrado león de la Vigé­sima Flota se sintiera intimidado en !a atmósfera repentinamente viciada de una habitación antigua.
El general reconoció las pequeñas cajas de marfil negro que se alineaban en los estantes: eran libros. Sus títulos no le eran familiares. Adivinó que la volu­minosa estructura del extremo de la habitación era el receptor que convertía los libros en imagen y so­nido a voluntad. No había visto funcionar ninguno, pero sí había oído hablar de ellos.
Una vez le contaron que hacía mucho tiempo, du­rante la época dorada en que el Imperio se extendía por toda la Galaxia, nueve de cada diez casas tenían receptores como aquél, e incluso estanterías con li­bros.
Pero ahora era necesario vigilar las fronteras; tos libros quedaban para los viejos. Además, la mitad de las historias sobre el pasado eran míticas; tal vez más de la mitad.
Llegó el té y Riose tomó asiento. Ducem Barr le­vantó su taza.
-A su salud. -Gracias. A la suya. Ducem Barr comentó deliberadamente­-Dicen que es usted joven. ¿Treinta y cinco? -Casi. Treinta y cuatro.
-En tal caso -dijo Barr con suave énfasis-, no podría empezar mejor que informándole con pesar que no poseo filtros de amor, pociones ni encanta­mientos. Tampoco soy capaz de influenciar en su fa­vor a una joven que pueda resultarle atractiva...
-No necesito ayuda artificial a este respecto, se­ñor. -La complacencia, innegablemente presente en la voz del general, tenía un matiz divertido--. ¿Recibe usted muchas peticiones de tales favores?
-Las suficientes. Por desgracia, un público no in­formado tiende a confundir la erudición con la magia, y la vida amorosa parece ser el factor que re quiere mayor cantidad de argucias.
-Me parece muy natural, pero yo difiero de ello. Sólo relaciono la erudición con la capacidad de con. testar a preguntas difíciles.
El siwenniano le contempló sombríamente. -¡Puede estar tan equivocado como ellos!
-Tal vez sí, y tal vez no. -El joven general posó su taza en la rutilante funda y la llenó de nuevo. A continuación echó en ella la cápsula aromatizada
que le ofrecían-. Dígame entonces, patricio, ¿quiénes son los magos? Los verdaderos magos.
Barr pareció asombrado al oír aquella palabra, ya en desuso.
-No hay magos.
-Pero la gente habla de ellos. En Siwenna abun­dan las leyendas al respecto. Hay cultos desarrollados a su alrededor. Existe una extraña conexión entre esto y aquellos grupos de sus compatriotas que sue­ñan y divagan sobre el pasado y sobre lo que ellos llaman libertad y autonomía. El asunto podría con­vertirse eventualmente en un peligro para el Estado. El anciano meneó la cabeza.
-¿Por qué se dirige a mí? ¿Acaso olfatea una re­belión conmigo como cabecilla?
Riose se encogió de hombros.
-No, en absoluto. ¡Pero no es una idea del todo ridícula! Su padre fue un exiliado en su tiempo; usted mismo es un patriota en el suyo. No es muy correcto por mi parte mencionarlo, ya que soy su invitado, pero mi gestión lo exige. Sin embargo, ¿una conspira­ción ahora? Lo dudo. El espíritu combativo de Si­wenna se extinguió hace ya tres generaciones.
El anciano replicó con dificultad.
-Voy a ser tan poco delicado como anfitrión como usted lo ha sido como huésped. Le recordaré que, un día, un virrey pensó como usted sobre los apoca­dos siwennianos. Por orden de aquel virrey mi padre se convirtió en un mendigo fugitivo, mis hermanos en mártires y mi hermana en una suicida. No obstante, aquel virrey encontró una muerte horrible a manos de aquellos mismos esclavizados siwennianos. ¡Ah, sí; y por cierto, todo esto se relaciona con algo que me gustaría decir! Hace tres años que la misteriosa muerte de aquel virrey ya no es tal para mí. Tenía en su guardia personal a un joven soldado, muy interesante por su forma de obrar. Usted era aquel soldado; pero creo que no son necesarios los detalles. Barr permanecía tranquilo.
-En efecto. ¿Qué se propone usted? -Que responda a mis preguntas.
-No lo haré bajo amenazas. Soy viejo, lo suficien­te como para que la vida ya no me importe dema­siado.
-Por Dios, señor, los tiempos son difíciles -dijo Riose significativamente- y usted tiene hijos y ami­gos, además de una patria por la que pronuncio en el pasado frases de amor y de locura. Vamos, si tuviera que decidirme por la fuerza, mi objetivo no sería tan vil como el de golpearle.
Barr preguntó fríamente: -¿Qué es lo que quiere?
Riose habló con la taza vacía en la mano. -Escúcheme, patricio. Hay épocas en que los sol­dados más triunfales son aquellos cuya función es ir a la cabeza de los desfiles que recorren los terrenos del palacio imperial en las festividades y escoltar las rutilantes naves de recreo que llevan al Emperador a los planetas estivales. Yo..., yo soy un fracaso. Soy un fracaso a los treinta y cuatro años, y lo seré siem­pre porque, fíjese, me gusta luchar. Por eso me han enviado aquí. En la corte soy demasiado molesto. No me adapto a la etiqueta. Ofendo a los petimetres y a los lores almirantes, pero soy un capitán de naves y de hombres, demasiado bueno para que prescindan de mí abandonándome en el espacio. Por eso Siwenna es el sustituto. Es un mundo fronterizo, una provin­cia rebelde y estéril. Está lejos, lo bastarte lejos como para satisfacer a todos. De este modo me con­sumo. No hay rebeliones que sofocar, y últimamente los virreyes fronterizos no se rebelan, al menos no desde que el difunto padre del Emperador, de glo­riosa memoria, hizo un escarmiento con Mountel de Paramay.
-Un emperador fuerte -murmuró Barr.
-Sí, y necesitamos más como él. Es mi maestro, recuérdelo. Y son sus intereses los que protejo.
Barr se encogió de hombros con indiferencia. -¿Qué relación tiene todo esto con el tema? -Se lo explicaré en dos palabras. Los magos que he mencionado vienen de más allá de los puestos fronterizos, donde las estrellas están diseminadas... -Donde las estrellas están diseminadas -repitió Barr-, y penetra el frío del espacio.
-¿Es eso poesía? -Riose frunció el ceño. Los ver­sos parecían una frivolidad en aquellos momentos. ­En cualquier caso, vienen de la Periferia, el único
lugar donde soy libre para luchar por la gloria del Emperador.
-Y servir así los intereses de Su Majestad Imperial y satisfacer sus propias ansias de lucha.
-Exactamente. Pero he de saber contra qué lucho, y en esto usted puede ayudarme.
-¿Cómo lo sabe?
Riose mordisqueó una galleta.
-Porque durante tres años he seguido la pista de todos los rumores, mitos y alusiones relativos a los magos. Y de toda la información que he sacado de las bibliotecas sólo hay dos hechos aceptados unáni­memente, por lo que deben ser absolutamente ciertos. El primero es que los magos proceden del extremo de la Galaxia, frente a Siwenna; el segundo es que el padre de usted conoció una vez a un mago, vivo y real, y habló con él.
El anciano siwenniano fijó la mirada, y Riose con­tinuó
-Será mejor que me diga cuanto sabe... Barr dijo pensativamente:
-Sería interesante contarle ciertas cosas. Sería un experimento psicohistórico exclusivamente mío. -¿Qué clase de experimento?
-Psicohistórico. -El viejo sonrió de modo desa­gradable, y en seguida prosiguió-: Haría bien en to­mar más té. Voy a soltarle un pequeño discurso.
Se apoyó bien en los blandos almohadones de su butaca. Las luces de las paredes disminuyeron su potencia hasta convertirse en un fulgor rosado y mar­fileño que incluso suavizaba el duro perfil del soldado. Ducem Barr comenzó
-Mis conocimientos son el resultado de dos acci­dentes: el de haber nacido hijo de mi padre, por ser quien fue, y el de haberlo hecho en mi país. Todo se inició hace más de cuarenta años, poco des­pués de la Gran Matanza, cuando mi padre andaba fugitivo por los bosques del sur mientras yo servía en la flota personal del virrey. A propósito, era el mismo virrey que había ordenado la Matanza y que encontró una muerte tan cruel tras ella.
Barr sonrió torvamente y prosiguió:
-Mi padre era un patricio del Imperio y senador de Siwenna. Se llamaba Onum Barr.
Riose le interrumpió con impaciencia
-Conozco muy bien las circunstancias de su exilio. No es preciso que se extienda en detalles a este res­pecto.
El siwenniano le ignoró y continuó sin inmutarse: -Durante su exilio fue abordado por un vagabun­do, un mercader del extremo de la Galaxia; un joven que hablaba con extraño acento y no sabía nada de la reciente historia imperial, y que estaba protegido por un campo de fuerza individual.
-¿Un campo de fuerza individual? -repitió Riose con asombro-. Dice usted cosas incomprensibles. ¿Qué generador podría tener la potencia suficiente como para condensar un campo en el volumen de un solo hombre? Por la Gran Galaxia, ¿llevaba a cues­tas una fuente de cinco mil miriatoneladas de energía atómica, o acaso usaba una carretilla de mano?
Barr dijo tranquilamente:
-Este es el mago sobre el que usted ha oído ru­mores, historias y mitos. El título de mago no se gana con facilidad. No llevaba un generador lo bas­tante grande como para ser visto, pero ni el disparo del arma más pesada que pudiera usted sostener en la mano hubiese siquiera arrugado el escudo que llevaba.
-¿Es ésa toda la historia? ¿Acaso los magos nacen de las habladurías de un anciano trastornado por el sufrimiento y el exilio?
-La historia de los magos es incluso anterior a mi padre, señor. Y la prueba es aún más concreta. Des­pués de dejar a mi padre, ese mercader a quien los hombres llaman mago visitó a un Tec, es decir, a uno de los Técnicos, en la ciudad que mi padre le había indicado, y allí dejó un generador-escudo del tipo que él llevaba. Ese generador fue recuperado por mi padre cuando volvió del destierro al producirse la muerte del sanguinario virrey. Tardó mucho tiempo en encontrarlo... El generador está colgado de la pa­red que tiene a sus espaldas, señor. No funciona. Sólo lo hizo los dos primeros días; pero, si lo examina, verá que no ha sido diseñado por ningún hombre del Imperio.
Bel Riose alargó la mano para coger el cinturón de eslabones de metal que colgaba de la pared cur­vada. Se desprendió con un ligero chasquido cuando el diminuto campo adhesivo se interrumpió al con­tacto de su mano. El elipsoide de la punta del cinto atrajo su atención. Era del tamaño de una nuez.
-Esto... -murmuró.
-Esto era el generador -asintíó Barr-. He dicho que lo era. El secreto de su funcionamiento ya no puede descubrirse ahora. Las investigaciones subelectrónicas han demostrado que se fundió en una sola masa metálica, y el estudio más minucioso de sus siluetas de difracción no ha sido suficiente para dis­tinguir las diferentes partes que existieron antes de la fusión.
-Entonces, su «prueba» se halla todavía en la confusa frontera de las palabras, sin ser respaldada por ninguna evidencia concreta.
Barr se encogió de hombros.
-Usted me ha exigido que le diera información y me ha amenazado con arrancármela por la fuerza. Si desea recibirla con escepticismo, ¿qué puede importarme? ¿Quiere que me calle?
-¡Continúe! -exclamó bruscamente el general. -Proseguí las investigaciones de mi padre después de su muerte, y entonces vino en mi ayuda el se­gundo accidente que he mencionado, porque Siwenna era muy conocido por Hari Seldon.
-¿Y quién es Hari Seldon?
-Hari Seldon era un científico que vivió durante el reinado del emperador Daluben IV. Era psicohistoriador; el último y más grande de todos ellos. En cierta ocasión visitó Siwenna, cuando era un gran centro comercial, rico en las artes y las ciencias.
-¡Hum! -murmuró agriamente Riose-. ¿Dónde está el planeta en decadencia que no pretenda haber sido un país de floreciente riqueza en el pasado?
-El pasado al que yo me refiero tiene dos siglos, cuando el Emperador aún gobernaba hasta la estrella más remota; cuando Siwenna era un mundo del inte­rior y no una provincia fronteriza semibárbara. En aquellos días, Hari Seldon previó la decadencia del
poder imperial y la eventual caída hacia la barbarie de toda la Galaxia.
Riose prorrumpió en una carcajada repentina.
-¿Previó eso? Entonces no acertó, mí buen cien­tífico... supongo que usted se da este nombre. ¡Cómo es posible! El Imperio es más poderoso ahora que durante el último milenio. Sus ancianos ojos están cegados por la fría crudeza de la frontera. Venga
algún día a los mundos interiores; venga al calor y a la riqueza del centro.
El viejo movió sombríamente la cabeza.
-La circulación se detiene primero en los bordes exteriores. La decadencia tardará todavía un poco en llegar al corazón. Es decir, la decadencia aparente, obvia para todos, pues la decadencia interior es una historia vieja de unos quince siglos.
-De modo que Hari Seldon previó una Galaxia de uniforme barbarie -dijo Riose con buen humor-. ¿Y qué pasó entonces, vamos a ver?
-Estableció dos Fundaciones en sendos extremos opuestos de la Galaxia. Fundaciones constituidas por los mejores, los más jóvenes y los más fuertes, para
que allí procrearan, crecieran y se desarrollaran. Los mundos donde se instalaron fueron elegidos cuidado­samente, así como los tiempos y los alrededores. Todo se organizó de manera que el futuro previsto por las
infalibles matemáticas de la psicohistoria implicara su temprano aislamiento del núcleo principal de la
civilización imperial y su crecimiento gradual hacia los gérmenes del Segundo Imperio Galáctico, redu­ciendo un inevitable período bárbaro de treinta mil años a escasamente unos mil.
-¿Y de dónde ha sacado usted todo esto? Parece
saberlo con detalle.
-No lo sé ni lo he sabido nunca -dijo el patricio con compostura-. Es el paciente resultado de haber ido reuniendo cierta evidencia descubierta por mi pa­dre con otras descubiertas por mí mismo. La base es frágil y la estructura se ha romantizado para rellenar los enormes huecos. Pero estoy convencido de que es esencialmente cierto.
-Se convence usted con excesiva facilidad.
-¿Usted cree? Me ha costado cuarenta años de in­vestigación.
-¡Hum! ¡Cuarenta años! Yo resolvería la cuestión en cuarenta días. De hecho, creo que debería hacerlo. Sería... diferente.
-¿Y cómo lo llevaría a cabo?
-Del modo más evidente. Me convertiría en explorador. Encontraría esa Fundación de que me ha ha­blado y la observaría con mis propios ojos. ¿Ha di­cho usted que hay dos?
—Las crónicas hablan de dos. Sólo se han encon­trado pruebas de una, lo cual es comprensible, pues la otra está en el extremo opuesto del largo eje de la Galaxia.
-Muy bien; pues visitaremos la que está cerca.
El general se levantó al tiempo que se ajustaba el cinturón.
-¿Ya sabe adónde ha de ir? -preguntó Barr. -En cierto modo, sí. En las crónicas del penúlti­mo virrey, el que asesinó usted con tanta efectividad, hay sospechosas leyendas de bárbaros exteriores. De hecho, una de sus hijas fue dada en matrimonio a un príncipe bárbaro. Ya encontraré el camino. Extendió la mano.
-Gracias por su hospitalidad.
Ducem Barr tocó la mano del general con sus dedos y se inclinó ceremoniosamente.
-Su visita ha sido un gran honor para mí.
-En cuánto a la información que me ha dado -continuó Bel Riose-, sabré agradecérsela cuando vuelva.
Ducem Barr siguió cortésmente a su huésped has­ta la puerta exterior, y dijo en voz baja, mientras desaparecía el coche de superficie:
-...Sí vuelves


2. LOS MAGOS


FUNDACION— ...Tras cuarenta años de expan­sión, la Fundación se enfrentó a la amenaza de Bel Riose. Los épicos días de Hardin y Mallow habían desaparecido, y con ellos cierta dura osadía y reso­lución...
Enciclopedia Galáctica

Había cuatro hombres en la habitación, situada de forma que nadie podía acercarse a ella. Los cuatro se miraron rápidamente y después contemplaron du­rante un buen rato la mesa que les separaba. Sobre la misma había cuatro botellas- y otros tantos vasos, pero nadie los había tocado.
A continuación, el hombre más próximo a la puer­ta extendió un brazo y tamborileó un ritmo lento y suave sobre la mesa, al tiempo que decía:
-¿Van a continuar sentados y callados eterna. mente? ¿Acaso importa quién hable primero? -Pues hágalo usted -dijo el hombre corpulento sentado frente a él-. Usted es el que debería estar más preocupado.
Sennett Forell rió en silencio y sin humor. -Porque se imaginan que soy el más rico. O tal vez esperan que continúe, ya que he empezado. Su­pongo que no han olvidado que fue mi propia flota comercial la que capturó esa nave exploradora... -Usted tenía la flota más grande -dijo un tercero- y los mejores pilotos; lo cual es otra manera de decir que es el más rico. Fue un riesgo tremendo, y hubiera sido aún mayor para uno de nosotros. Sennett Forell volvió a reír silenciosamente. -Tengo cierta facilidad para correr riesgos, ya que ello lo he heredado de mi padre. Después de todo, el punto esencial en la aceptación de un riesgo es que los resultados lo justifiquen, y, en cuanto a eso, no
cabe la menor duda de que la nave enemiga fue ais­lada y capturada sin pérdidas por nuestra parte y sin poner sobre aviso a los demás.
El hecho de que Forell fuese un lejano pariente colateral  del gran desaparecido Hober Mallow era
sabido abiertamente en todo el ámbito de la Funda­ción. El hecho de que fuera hijo ilegítimo de Mallow era aceptado en silencio por todos.
El cuarto hombre pestañeó subrepticiamente. Las palabras se escaparon de sus labios.
-El haber capturado esa navecilla no es como para ponerse a dormir sobre los laureles. Lo más probable es que ese joven se enfurezca aún más.
-¿Usted cree que necesita motivos? -preguntó desdeñosamente Forell.
-Pues sí, lo creo, y esto podría ahorrarle, mejor dicho, le ahorrará la molestia de inventarse uno. -El cuarto hombre hablaba despacio-. Hober Mallow tra­bajaba de otra manera, y también Salvor Hardin. De­jaban que otros usaran el dudoso medio de la fuerza, mientas ellos maniobraban tranquilamente y con se­guridad.
Forell se encogió de hombros.
-Esa nave ha probado su valor. Los motivos son baratos y éste lo hemos vendido con beneficios. -Se advertía en sus palabras la satisfacción del comer­ciante nato. Continuó-: Ese joven es del viejo Im­perio.
-Ya lo sabemos -comentó el segundo hombre, un tipo corpulento, con un gruñido de desagrado. -Lo sospechábamos -rectificó suavemente Fo­rell-. Si un hombre viene con naves y riqueza, con talante de amistad y con ofertas comerciales, es de sentido común evitar su enemistad hasta estar segu­ros de que su buena disposición no es una máscara. Pero ahora...
Había un ligero tono de lamentación en la voz del tercer hombre cuando interrumpió
-Podríamos haber sido aún más cautelosos. Po­dríamos habernos enterado primero, antes de permi­tirle que se marchara. Hubiera sido lo más sensato.
-Este punto ya ha sido discutido y desechado -dijo Forell, apartando el tema con un ademán con­cluyente.
-El Gobierno es blando -se lamentó el tercer hombre- y el alcalde es un idiota.
El cuarto miró de uno en uno a los otros tres y se quitó de la boca la colilla del cigarro. La dejó caer en la ranura situada a su derecha, donde desa­pareció con una chispa final.
Dijo con sarcasmo:
-Espero que el caballero que ha hablado última mente lo haya hecho sólo por hábito. Aquí nos podamos permitir el lujo de recordar que el Gobierno so­mos nosotros.
Hubo un murmullo de asentimiento.
Los ojos diminutos del cuarto hombre estaban fijos en la mesa.
-Entonces, dejemos en paz á la política del Go­bierno. Ese joven..., ese extranjero, podía ser un clien­te potencial. Ha habido otros casos. Todos ustedes intentaron adularle para conseguir un contrato pre­vio. Tenemos un acuerdo, un acuerdo entre caballe­ros, que va en contra de esto, pero a pesar de todo lo intentaron.
-Y usted también -gruñó el segundo. -Lo sé -replicó con calma el cuarto.
-Pues olvidemos lo que hubiéramos podido hacer -interrumpió Forell con impaciencia- y continuemos pensando en cómo debemos actuar ahora. En cualquier caso, ¿qué habría pasado si le hubiésemos matado o hecho prisionero? Aún ahora no estamos seguros de sus intenciones, y en el peor de los casos no podríamos destruir un Imperio quitando la vida a un solo hombre. Podría haber montones de flotas esperando por si se daba el caso de que el joven no regresara.
-Exactamente -aprobó el cuarto-. Veamos, ¿qué se consiguió con la captura de esa nave? Soy dema­siado viejo para tanta charla.
-Puedo decírselo con muy pocas palabras -repuso Forell secamente-. Se trata de un general im­perial, o lo que sea en el rango correspondiente entre ellos. Es un joven que ha probado sus dotes milita­res -así me lo han dicho- y que es el ídolo de sus hombres. Una carrera muy romántica. Las historias que se cuentan de él serán indudablemente mentiras
en su mayor parte, pero incluso así le han convertido en una especie de portento.
-¿Quién las cuenta? -inquirió alguien.
-La tripulación de la nave capturada. Escuchen, tengo todas sus declaraciones grabadas en microfilm, que guardo en un lugar seguro. Más tarde podrán oírlas si lo desean. Ustedes mismos pueden hablar con los hombres en caso de que lo consideren nece­sario. Yo sólo les he dicho lo esencial.
-¿Cómo logró sonsacarles? ¿Cómo sabe que han dicho la verdad?
Forell frunció el ceño.
-No me anduve con miramientos, señores míos. -es golpeé, les drogué de forma masiva y empleé des­piadadamente ir sonda. Hablaron. Y podemos creerles.
-En los viejos tiempos -dijo el tercer hombre con repentina incongruencia -se habría utilizado la psicología pura. Indolora, ya saben, pero muy segura y sin posibilidad de engaño.
-Bueno, había muchas cosas antiguamente -co­mentó Forell con sequedad-, pero éstos son otros tiempos.
-Pero... -dijo el cuarto hombre- ¿qué buscaba aquí ese general, ese romántico héroe? -Había en él una persistencia monótona y tenaz.
Forell le miró con fijeza.
-¿Cree usted que confió a su tripulación los de­talles de la política estatal? Ellos no lo sabían. No podemos sacarles nada a este respecto, y bien sabe la Galaxia que lo hemos intentado.
-Lo cual significa...
-Que hemos de llegar a nuestras propias conclu­siones, naturalmente. -Los dedos de Forell empeza­ron a tamborilear de nuevo-. Ese joven es un jefe militar del Imperio, y sin embargo fingió ser un príncipe menor de algunas estrellas dispersas en un rincón cualquiera de la Periferia. Sólo esto ya prueba que no le interesa dejamos entrever sus verdaderos motivos. Añadamos a la naturaleza de su profesión el hecho de que el Imperio ya financió un ataque contra nosotros en tiempos de mi padre, y veremos que hay motivos para que nos preocupemos. Aquel
primer ataque fracasó, y dudo que el Imperio nos lo haya perdonado.
-¿No hay nada en lo que ha descubierto -pre­guntó con cautela el cuarto hombre- que nos dé alguna seguridad? ¿No nos está ocultando algo?
Forell contestó serenamente:
-No puedo ocultar nada En lo sucesivo no podrá haber ninguna rivalidad comercial. Nos veremos for­zados a la unidad.
-¿Patriotismo? -La débil voz del tercer hombre tenía un acento burlón.
-Al diablo con el patriotismo -dijo Forell con voz ecuánime-. ¿Creen que daría tan sólo dos soplos de emanación atómica por el futuro Segundo Impe­rio? ¿Suponen que arriesgaría una sola misión co­mercial para allanarle el camino? Pero... ¿acaso se imaginan que la conquista imperial ayudará a mi ne­gocio o al de ustedes? Si el Imperio vence habrá cantidad suficiente de cuervos para acabar con los despojos de la batalla.
-Y nosotros seremos los despojos -añadió seca­mente uno de los presentes.
El segundo hombre rompió el silencio de impro­viso, cambiando su enorme cuerpo de posición y ha tiendo crujir la silla.
-¿Por qué hablar de eso? El Imperio no puede ganar, ¿verdad? Contamos con la afirmación de Sel­don de que al final formaremos el Segundo Imperio. Esto no es más que otra crisis. Ha habido tres con anterioridad.
-¡Sólo otra crisis, sí! -Forell estaba furioso-. Pero en las dos primeras teníamos a Salvor Hardin para guiarnos; en la tercera, a Hober Mallow. ¿A quién tenemos ahora?
Miró fríamente a los otros y prosiguió:
-Las reglas de psicohistoria de Seldon, en las que es tan cómodo confiar, tienen probablemente entre sus variables una cierta iniciativa normal por parte del pueblo mismo de la Fundación. Las leyes de Sel­don ayudan a quienes se ayudan a sí mismos.
-Los tiempos hacen al hombre -dijo el terce­ro-. Este es otro proverbio.
-No es posible fiarse de él con seguridad absolu­ta -gruñó Forell-. Bien, yo opino lo siguiente: si ésta es la cuarta crisis, Seldon la habrá previsto. De ser así, será posible vencerla, y entonces tiene que haber un modo de conseguirlo. Ahora el Imperio no es más fuerte que nosotros; siempre lo ha sido. Pero es la primera vez que estamos en peligro de un ata­que directo por su parte, por lo que su fuerza se convierte en una terrible amenaza. Si hemos de ven­cerla, ha de ser nuevamente, como en todas las crisis pasadas, por medio de un método, y no por la fuerza. Hemos de encontrar el punto débil del enemigo... y atacarlo.
-¿Y cuál será ese punto débil? -interrogó el cuar­to hombre-. ¿Piensa adelantarnos una teoría?
-No. A eso quiero ir a parar. Nuestros grandes jefes del pasado siempre vieron los puntos débiles de sus enemigos y los atacaron. Pero ahora...
Había indecisión en su voz, y por un momento nadie hizo ningún comentario. Luego, el cuarto per­sonaje tomó nuevamente la palabra y dijo:
-Necesitamos espías.
Forell se volvió rápidamente hacia él.
-¡Tiene razón! Ignoro cuándo atacará el Imperio. Es posible que aún tengamos tiempo.
-El propio Hober Mallow entró en los dominios imperiales -sugirió el segundo.
Pero Forell movió la cabeza.
-Nada tan directo como eso. Ninguno de nosotros es precisamente joven, y todos estamos enmohecidos por la burocracia y los detalles administrativos. Ne­cesitamos jóvenes que ya estén trabajando...
-¿Los comerciantes independientes? -preguntó de nuevo el cuarto.
Forell asintió con la cabeza y murmuró:-Si aún hay tiempo...


3. LA MANO MUERTA


Bel Riose interrumpió sus inquietos paseos y miró con esperanza a su ayudante, que acababa de entrar. -¿Alguna noticia del Starlet?
-Ninguna. Las patrullas de exploración se han repartido el espacio en zonas, pero los instrumentos no han detectado nada. El comandante Yume ha in­formado que la Flota está dispuesta para un inmediato ataque de represalia.
El general meneó la cabeza.
-No, no por una nave patrulla. Todavía no. Dígale que doble... ¡Espere! Escribiré el mensaje. Pón­galo en clave y transmítalo por rayo-estanco. Escribió mientras hablaba y alargó el papel al oficial.
-¿Ha llegado ya el siwenniano? -Aún no.
-Bien, encárguese de que le conduzcan aquí en cuanto llegue.
El ayudante saludó con rigidez y se fue. Riose reemprendió sus paseos por la estancia.
Cuando la puerta se abrió por segunda vez, Ducem Barr apareció en el umbral. Lentamente, detrás del ayudante que le acompañaba, entró en la habitación, cuyo techo era un modelo estereoscópico de la Gala­xia, y en el centro de la cual estaba Bel Riose con uniforme de campaña.
-¡Buenos días, patricio! -El general adelantó una silla con el pie e hizo una seña al ayudante, di­ciendo-: Esta puerta ha de permanecer cerrada has­ta que yo mismo la abra.
Se acercó al siwenniano y se detuvo frente a él con las piernas separadas y las manos cruzadas a su espalda, balanceándose lenta y pensativamente sobre las puntas de los pies. Entonces, ásperamente, dijo:
-Patricio, ¿es usted un súbdito leal del Empera­dor?
Barr, que había guardado hasta aquel momento un silencio indiferente, frunció levemente el ceño.
-No tengo motivos para ser adicto al Gobierno imperial.
-Lo cual está muy lejos de decir que sería un traidor.
-Cierto. Pero el mero hecho de no ser un traidor está también muy lejos de consentir en ser un cola­borador activo.
-En general también eso es cierto. Pero negar su ayuda en este momento -dijo Riose con delibera­ción- será considerado una traición y tratada como tal.
Las cejas de Barr se juntaron.
-Guarde sus agudezas verbales para sus subordi­nados. Será suficiente para mí que enuncie sus necesi­dades y exigencias.
Riose se sentó y cruzó las piernas.
-Barr, tuvimos una discusión previa hace casi me­dio año.
-¿Acerca de sus magos?
-Sí. Se acordará de lo que dije que haría.
Barr asintió. Sus manos descansaban sobre las piernas.
-Dijo que les visitaría en sus escondites y ha estado fuera estos últimos cuatro meses. ¿Les ha en­contrado?
-¿Encontrarles? ¡Eso sí! -gritó Riose. Habló con los labios rígidos, y parecía esforzarse para no hacer rechinar los dientes-. Patricio, no son magos, ¡son demonios! Es tan difícil de creer como lo es creer desde aquí en la nebulosa exterior. ¡Imagíneselo! Es un mundo del tamaño de un pañuelo, de una uña, con recursos tan escasos, un poder tan pequeño y una población tan microscópica que no serían suficientes ni para los mundos más atrasados de los polvorien­tos prefectos de las Estrellas Negras. Y, pese a ello, es un pueblo tan altivo y ambicioso que sueña tran­quila y metódicamente con el gobierno galáctico. ¡Ca­ramba!, están tan seguros de sí mismos que ni si­quiera tienen prisa. Se mueven lenta y flemáticamen­te, hablan de siglos necesarios. Se tragan mundos
a placer y se internan en sistemas con morosa com­placencia. Y tienen éxito. Nadie puede detenerles. Han desarrollado una mísera comunidad comercial que en­rosca sus tentáculos alrededor de los sistemas, más lejos de lo que pueden llegar sus naves de juguete. Sus comerciantes -como se llaman a sí mismos sus agentes- penetran por doquier.
Ducem Barr interrumpió el airado discurso. -¿Cuánto de esta información es exacto y cuánto es simplemente cólera?
El soldado recobró el aliento y se calmó un poco. -La cólera no me ciega. Le digo que he estado en mundos más próximos a Siwenna que a la Funda­ción, donde el Imperio era un mito de la distancia y los comerciantes certidumbres vivas. Nosotros fui­mos tomados por comerciantes.
-¿Fue la propia Fundación la que le dijo que su objetivo es el dominio galáctico?
-¡Si me lo dijo! -Riose volvió a enfurecerse-. No era necesario que me lo dijeran. Los funcionarios callaban; no hablaron más que de negocios. Pero hablé con hombres corrientes. Capté las ideas de la gente; su «destino manifiesto», su tranquila acepta­ción de un gran futuro. Es algo que no se puede ocultar; un optimismo universal que ni siquiera tra­tan de disimular.
El siwenniano demostró abiertamente cierta serena satisfacción.
-Se dará cuenta de que hasta ahora todo parece coincidir exactamente con mi reconstrucción de los hechos a partir de los escasos datos que he logrado reunir.
-Sin duda -respondió Riose con airado sarcas­mo- es una prueba de sus poderes analíticos. Pero también es una evidencia del creciente peligro que amenaza los dominios de Su Majestad Imperial.
Barr se encogió de hombros con indiferencia, y Riose se adelantó de pronto, agarró los hombros del anciano y le miró a los ojos con curiosa suavidad. Dijo:
-No, patricio, nada de eso. No tengo el menor deseo de ser bárbaro. Por mi parte, el legado de la hostilidad siwenniana hacia el Imperio es una odiosa carga, y yo haría cualquier cosa para eliminarla.
Pero mi jurisdicción es sólo militar y no puedo en­trometerme en asuntos civiles. Sería la causa de mi ruina y me impediría ser útil. ¿Lo comprende? Claro que sí. Entre nosotros, pues, dejemos que la atroci­dad de hace cuarenta años sea reparada por la ven­ganza de usted contra su autor, y quede así olvidada. Necesito su ayuda; lo admito con franqueza.
En la voz del joven había una inmensa urgencia, pero Ducem Barr meneó la cabeza en una suave y firme negativa.
Riose presionó con acento suplicante:
-Usted no lo comprende, patricio, y yo dudo de mi habilidad para hacérselo comprender. No puedo discutir en su terreno. Usted es el erudito, no yo. Pero puedo decirle esto: sea lo que fuere lo que piensa del Imperio, ha de admitir sus grandes ser vicios. Sus fuerzas armadas han cometido crímenes aislados, pero en general han contribuido a la paz y la civilización. Fue la Flota imperial la que creó la Pax Imperium que se estableció en toda la Galaxia du­rante dos mil años. Compare los dos milenios de paz bajo el Sol y la Astronave del Imperio con los dos milenios de anarquía interestelar que los precedieron. Considere las guerras y las destrucciones de aquellos tiempos y dígame si no vale la pena, pese a todos sus defectos, conservar el Imperio. Considere -con­tinuó de forma elocuente- lo que ha sido del borde exterior de la Galaxia en los días de su escisión e in­dependencia, y pregúntese si, por una ruin venganza, reduciría a Siwenna de su posición como provincia bajo la protección de la poderosa Flota a un mundo bárbaro en una Galaxia bárbara, inmersos todos sus mundos en una fragmentaria independencia y una co­mún degradación y miseria.
-¿Tan mal están las cosas... tan pronto? -mur­muró el siwenniano.
-No -admitió Riose-. No cabe duda de que no­sotros estaríamos a salvo aunque nuestras vidas se cuadriplicaran. Pero yo lucho por el Imperio, y por una tradición militar que sólo significa algo para mí, pues no puedo transferírsela a usted. Es una tradi­ción militar basada en la institución imperial a la que sirvo.
-Se está poniendo místico, y siempre me resulta difícil penetrar el misticismo de otra persona.
-No importa. Ya comprende el peligro de esta Fundación.
-Fui yo quien le señaló lo que usted llama peligro antes de que se marchara de Siwenna.
-Entonces se dará cuenta de que ha de ser detenida en sus comienzos... o nunca. Usted tenía noticia de esa Fundación antes de que nadie hubiese oído hablar de ella. Sabe más de ella que cualquier otra persona del Imperio. Probablemente sabe cuál es la mejor manera de atacarla y también puede antici­parme sus medidas de contraataque. Vamos, seamos amigos.
Ducem Barr se levantó y dijo con voz átona: -La ayuda que pudiera prestarle no significa nada. Por tanto, le libero de escuchar mi respuesta a su urgente petición.
-Yo seré quien juzgue su significado.
-No, estoy hablando en serio. Ni siquiera toda la potencia junta del Imperio podría aplastar a ese mun­do pigmeo.
-¿Por qué no? -Los ojos de Bel Riose centellea­ban furiosamente-. No, quédese donde está. Yo le diré cuándo puede marcharse. ¿Por qué no? Si cree que menosprecio a ese enemigo que he descubierto, se equivoca. Patricio -añadió con esfuerzo-, he per­dido una nave durante el regreso. No tengo prue­bas de que cayera en manos de la Fundación, pero no hemos podido localizarla desde entonces, y, de haber sido un simple accidente, con toda segu­ridad habríamos hallado su casco muerto a lo lar­go de la órbita que seguimos. No es una pérdida importante. Menos de la décima parte de una picada de mosquito, pero puede indicar que la Fundación ya ha comenzado las hostilidades. Semejante vehe­mencia y desprecio por las consecuencias significaría la existencia de unas fuerzas secretas de las que no sé nada. ¿Puede al menos ayudarme contestando a una pregunta específica? ¿Cuál es su poderío militar? -No tengo la menor idea.
-Entonces, explíquese en sus propios términos. ¿Por qué dice que el Imperio no puede derrotar a tan pequeño enemigo?
El siwenniano se sentó de nuevo y desvió la mi­rada que en él tenía fija Riose. Habló con gravedad: -Porque tengo fe en los principios de la psicohis­toria. Es una ciencia extraña. Alcanzó la madurez ma­temática con un hombre, Hari Seldon, y murió con él, porque nadie desde entonces ha sido capaz de manipular sus complejidades. Pero en aquel breve pe­ríodo demostró ser el instrumento más poderoso ja­más inventado para el estudio de la humanidad. Sin pretender predecir los actos del individuo, formuló leyes específicas capaces de análisis y extrapolación matemáticos para gobernar y vaticinar la acción en masa de los grupos humanos.
-Siga.
-Fue la psicohistoria que aplicó Seldon y el grupo que trabajaba con él para el establecimiento de la Fundación. Lugar, tiempo y condiciones, todo cons­pira matemáticamente y, por ende, en forma inevita­ble, para el desarrollo de un Imperio Universal.
La voz de Riose tembló de indignación.
-¿Quiere decir que ese arte suyo predice que yo atacaré la Fundación y perderé tal y cual batalla por tal y cual motivo? ¿Está tratando de decirme que soy un necio robot que sigue un curso predestinado a la destrucción?_
-No -replicó el viejo patricio con voz dura-. Ya le he dicho que esa ciencia no sirve para actos indi­viduales. Es el conjunto, el vasto telón de fondo, lo que ha sido previsto.
-Así que nos hallamos dentro del potente puño de la Diosa de la Necesidad Histórica.
-De la Necesidad Psicohistórica -corrigió suave mente Barr.
-¿Y si yo ejerzo mi prerrogativa de libre albedrío? ¿Y si decido atacar el año próximo, o no atacar nunca? ¿Hasta qué punto es flexible la Diosa? ¿Hasta dónde llegan sus recursos?
Barr se encogió de hombros.
-Ataque ahora o nunca, con una sola nave o con todo el poderío del Imperio, con la fuerza militar o con la presión económica, con una abierta declara­ción de guerra o con una emboscada traidora. Actúe como quiera y ejercite hasta el máxima su libre albe­drío. Perderá de todos modos.
-¿Debido a la mano muerta de Hari Seldon? -Debido a la mano muerta de las matemáticas de la conducta humana, que no pueden detenerse, ni desviarse, ni demorarse...
Se miraron el uno al otro en un punto muerto, hasta que el general retrocedió un paso y dijo senci­llamente
-Acepto el desafío. Será una mano muerta contra una voluntad viva.


4. EL EMPERADOR


Cleón II, comúnmente llamado El Grande. Ultimo emperador poderoso del Primer Imperio, importante por el renacimiento político y artístico que tuvo lu­gar durante su largo reinado. Sin embargo, es más conocido en los romances por su conexión con Bel Riose, y para el hombre de la calle es simplemente "el Emperador de Riose". Es importante no permitir que los acontecimientos del último año de su reinado oscurezcan cuarenta años de...

Enciclopedia Galáctica


Cleón II era Señor del Universo. Cleón II estaba aquejado, además, de una enfermedad dolorosa que carecía de diagnóstico. Por los extraños giros de los asuntos humanos, estas dos características no se ex­cluyen mutuamente, ni son especialmente incongruen­tes. Ha habido en la historia una larga serie de mo­lestos precedentes.
Pero a Cleón II no le importaban nada aquellos precedentes. Meditar sobre una larga lista de casos similares no mejoraría su sufrimiento personal ni siquiera en el ínfimo valor de un electrón. Tampoco le aliviaba pensar que mientras su bisabuelo había sido el gobernante pirata de un planeta minúsculo, él dormía en el palacio de recreo de Ammenetik
el Grande, como heredero de una estirpe de gober­nantes galácticos que se remontaba a un lejano pa­sado. En aquellos momentos no le procuraba ningún alivio pensar que los esfuerzos de su padre habían limpiado el reino de las marcas leprosas de la rebe­lión, restaurando la paz y la unidad disfrutadas bajo Stanel VI, y que, en consecuencia, durante los vein­ticinco años de su reinado no había empañado su gloria la menor sospecha de sedición.
El Emperador de la Galaxia y Señor de Todo gi­mió al apoyar la cabeza en el plano vigorizador de fuerza de las almohadas, que se hundía sin ofrecer ningún contacto, y se relajó un poco al sentir el agradable cosquilleo. Se incorporó con dificultad y contempló las distantes paredes de la enorme cá­mara. Era demasiado grande para estar a solas en ella; todas las habitaciones eran demasiado grandes...
Pero era mejor estar solo durante aquellos ataques paralizadores que soportar los contoneos de los cortesanos, su exagerada simpatía y su condescendiente
y blanda estupidez. Mejor estar solo que ver aquellas insípidas máscaras tras las cuales se tejían tortuosas especulaciones sobre las posibilidades de muerte y las fortunas de la sucesión.
Sus pensamientos le acosaban. Estaban sus tres hijos; tres altivos adolescentes llenos de promesa y virtud. ¿Dónde desaparecían aquellos días aciagos? Esperaban, sin duda. Cada uno de ellos espiaba a los otros; y todos le espiaban a él.
Se removió, inquieto. Y ahora Brodrig quería una audiencia. El plebeyo y fiel Brodrig; fiel porque era odiado de forma unánime y cordial, lo cual constituía el único punto de unión entre la docena de pandillas que dividían su corte.
Brodrig, el fiel favorito que tenía que ser fiel, pues si no poseyera la nave más veloz de la Galaxia y no se alejara en ella el día de la muerte del Empe­rador, le esperaría la cámara atómica al día siguiente.
Cleón Il tocó el suave botón del brazo de su gran diván, y la enorme puerta del extremo de la habita­ción se disolvió en un transparente vacío.
Brodrig avanzó por la alfombra carmesí y se pos­tró para besar la mano fláccida del Emperador.
-¿Vuestra salud, señor? -preguntó el secretario privado con voz baja y ansiosa.
-Vivo -respondió exasperado el Emperador-, si se puede llamar vida a ser usado por todos los gra­nujas que saben leer un libro de medicina como blanco y campo receptivo de sus torpes experimentos. Si existe un remedio concebible, químico, físico o atómico, que aún no haya sido probado, algún culto charlatán de los confines del reino llegará mañana para ensayarlo. Y otro libro recién descubierto, o más probablemente una falsificación, será utilizado como una autoridad. Por la memoria de mi padre -pro­siguió enfurecido- que no parece existir un solo bípedo viviente que pueda estudiar la enfermedad que tiene ante sus ojos con esos mismos ojos. No hay uno solo que sepa tomar el pulso sin tener de­lante un libro de los Antiguos. Estoy enfermo y lo llaman «desconocido». ¡Los muy idiotas! Si en el cur­so de milenios los cuerpos humanos aprenden nuevos métodos de caer de lado, como es algo que no lo descubrieron los Antiguos será algo incurable para toda la eternidad. Los Antiguos tendrían que vivir ahora, o yo entonces.
El Emperador musitó una maldición, mientras Brodrig esperaba obedientemente. Cleón II preguntó con mal humor
-¿Cuántos están esperando fuera?
Movió la cabeza en dirección a la puerta. Brodrig contestó pacientemente:
-En el Gran Salón espera el número acostum­brado.
-¡Pues que esperen! Asuntos de estado ocupan mi atención. Di al capitán de guardia que así lo anuncie. Pero... ¡no, espera!, olvida los asuntos de estado. Que anuncie solamente que no concedo audiencias, y que lo haga con expresión entristecida. Los chacales que hay entre ellos pueden traicionarse. -El Emperador esbozó una malévola sonrisa.
-Corre la voz, señor -dijo Brodrig con suavi­dad-, que es vuestro corazón lo que os causa mo­lestias.
La sonrisa del Emperador seguía siendo malévola. -Perjudicará más a los otros que a mí mismo si alguien actúa prematuramente según este rumor.
Pero dime qué te ha traído aquí. Acabemos con esto de una vez.
Brodrig se levantó al ser autorizado a ello por un ademán, y dijo:
-Se trata del general Bel Riose, el gobernador militar de Siwenna.
-¿Riose? -Cleón II frunció marcadamente el ceño-. No le recuerdo. Espera, ¿no es el que envió aquel novelesco mensaje hace algunos meses? Sí, aho­ra me acuerdo. Ansiaba mi permiso para iniciar una carrera de conquista para gloria del Imperio y del Emperador.
-Exactamente, señor.
El Emperador rió por unos instantes.
-¿Tenías idea de que me quedaran tales genera­les, Brodrig? Parece ser un curioso atavismo. ¿Cuál fue la respuesta? Creo que tú te encargaste del asunto.
-En efecto, señor. Recibió instrucciones de enviar información adicional y de no dar ningún paso que implicara una acción naval sin ulteriores órdenes del Imperio.
-Hum. Una medida prudente. ¿Quién es ese Rio­se? ¿Ha estado alguna vez en la corte?
Brodrig asintió, y su boca se torció ligeramente. -Empezó su carrera hace diez años como cadete de la Guardia. Tomó parte en aquel asunto de Lemul Cluster.
-¿Lemul Cluster? Ya sabes que mi memoria no es del todo... ¿Fue aquella vez que un soldado salvó a dos naves de línea de una colisión frontal median­te... no sé qué? -Agitó una mano con impaciencia-. He olvidado los detalles. Fue algo heroico.
-Riose era aquel soldado. Fue ascendido por ello -dijo Brodrig secamente- y asignado al campo de operaciones como capitán de una nave.
-Y ahora es gobernador militar de un sistema fronterizo; y todavía es joven. ¡Un hombre capaz, Brodrig!
-Inseguro, señor. Vive en el pasado. Es un soña­dor de viejos tiempos, o, mejor dicho, de los mitos sobre los viejos tiempos. Tales hombres son inofen­sivos por sí mismos, pero su extraña falta de realis­mo les hace parecer locos a los demás. -Y agregó-:
Tengo entendido que tiene a sus hombres por com­pleto bajo su control. Es uno de vuestros generales populares.
-¿Ah, sí? -murmuró el Emperador-. Bueno, Bro­drig, no me gustaría ser servido únicamente por in­competentes. No dan un ejemplo muy envidiable de fidelidad, ni siquiera ellos.
-Un traidor incompetente no es un peligro. Son los hombres capaces los que hay que vigilar.
-¿Tú entre ellos, Brodrig? -Cleón 11 se rió y en seguida hizo una mueca de dolor-. Bueno, olvida la conferencia por el momento. ¿Qué novedades hay a propósito de ese joven conquistador? Supongo que no habrás venido solamente a recordar.
-Señor, se ha recibido otro mensaje del general Riose.
-¿Sí? ¿Y qué dice?
-Ha espiado la tierra de esos bárbaros y aconseja una expedición armada. Sus argumentos son largos y bastante aburridos. No vale la pena molestar con ellos a Vuestra Imperial Majestad en este momento en que os aqueja cierta indisposición; en especial porque será discutido a fondo durante la sesión del Consejo de los Señores. -Miró de soslayo al Empe­rador.
Cleón II frunció el ceño.
-¿Los Señores? ¿Hay que someterles esta cues­tión, Brodrig? Significará más solicitudes de una in­terpretación más amplia de la Carta. Siempre termi­nan igual...
-No se puede evitar, señor. Hubiera sido preferi­ble que vuestro augusto padre hubiese sofocado la última rebelión sin otorgar la Carta. Pero, como exis­te, hemos de soportarla por el momento.
-Supongo que tienes razón. Pues que lo sepan los Señores. Pero ¿por qué tanta solemnidad, hom­bre? Después de todo, es una cuestión insignificante. El éxito en una frontera remota con tropas limitadas no es precisamente un asunto de estado.
Brodrig sonrió con los labios apretados y dijo fríamente:
-Es asunto de un idiota romántico; pero incluso un idiota romántico puede ser un arma mortífera cuando un rebelde nada romántico lo utiliza como
instrumento. Señor, ese hombre era popular aquí y es popular allí. Es joven. Si se anexiona uno o dos pla­netas bárbaros, se convertirá en un conquistador. Pues bien, un joven conquistador que ha demostrado su capacidad de despertar el entusiasmo de pilotos, mineros, comerciantes y otros de ese nivel, es peligro­so en cualquier momento. Incluso aunque no desee haceros a vos lo que hizo vuestro augusto padre al usurpador, Ricker, uno cualquiera de vuestros leales Señores de los Dominios puede decidir utilizarle como arma.
Cleón II movió rápidamente una mano y se quedó rígido por el dolor. Se fue relajando con lentitud, pero su sonrisa era débil y su voz apenas un mur­mullo
-Eres un súbdito valioso, Brodrig. Siempre sos­pechas más de lo necesario, y yo sólo tengo que se­guir la mitad de las precauciones que sugieres para estar completamente a salvo. Lo someteremos a la opinión de los Señores. Les escucharemos y tomare­mos las medidas pertinentes. Supongo que ese joven aún no ha comenzado las hostilidades.
-No menciona nada de eso, pero ya ha pedido refuerzos.
-¡Refuerzos! -Los ojos del Emperador expresa­ron un gran asombro-. ¿De qué fuerzas dispone? -De diez naves de línea, señor, con todo el com­plemento de naves auxiliares. Dos de ellas están equi­padas con motores recuperados de la antigua Gran Flota, y una tiene una batería de artillería de la misma procedencia. Las otras naves son relativamen­te nuevas, de los últimos cincuenta años, y todavía sirven.
-Diez naves parecen adecuadas para cualquier em­presa razonable. Caramba, con menos de diez naves mi padre logró sus primeras victorias contra el usur­pador. ¿Quiénes son esos bárbaros contra los que lucha?
El secretario privado enarcó las cejas. -Se refiere a ellos como «la Fundación». -¿La Fundación? ¿Qué es eso?
-No hay datos, señor. He rebuscado cuidadosa­mente en los archivos. El área de la Galaxia indicada está dentro de las antiguas provincias de Anacreonte,
que hace dos siglos se entregó al pillaje, la barbarie y la anarquía. Sin embargo, no hay en la provincia ningún planeta conocido como Fundación. Había una vaga referencia a un grupo de científicos enviados a aquella provincia justo antes de que se separase de nuestra protección. Iban a preparar una Enciclo­pedia. -Sonrió levemente-. Creo que la llamaban la Enciclopedia Galáctica.
-Bien -comentó el Emperador-, la conexión se me antoja bastante inconsistente.
-No digo que haya una conexión, señor. Nunca más se recibieron noticias de aquella expedición tras la implantación de la anarquía en aquella área. Si sus descendientes viven todavía y conservan su nom­bre, es seguro que habrán vuelto a la barbarie.
-De modo que quiere refuerzos --dijo el Empe­rador lanzando a su secretario una mirada colérica-. Esto es muy peculiar; se propone luchar contra unos salvajes con diez naves y pide más antes de que comience la lucha. Pero ahora voy recordando mejor a ese Riose; era un apuesto muchacho de familia leal. Brodrig, en este asunto hay puntos que no logro penetrar. Puede ser más importante de lo que parece.
Sus dedos jugaban ociosamente con la resplandeciente sábana que cubría sus piernas rígidas. Añadió­-Necesito que vaya un hombre allí; un hombre que tenga ojos, cerebro y lealtad. Brodrig...
El secretario inclinó sumisamente la cabeza. -¿Y las naves, señor?
-¡Todavía no! -El Emperador gimió mientras cambiaba poco a poco de posición. Señaló con un dedo tembloroso-. Tenemos que saber algo más. Convoca el Consejo de los Señores para dentro de una semana. Será asimismo una buena oportunidad para la nueva apropiación. La haré aprobar o tal vez algunos pierdan la vida.
Recostó su doliente cabeza en el agradable cos­quilleo del campo de fuerza de la almohada.
-Vete ahora, Brodrig, y haz entrar al médico. Es el peor de todo ese hatajo de zopencos.


5. COMIENZA LA GUERRA


Desde el punto central de Siwenna, las fuerzas del Imperio se dirigieron cautelosamente hacia la des­conocida negrura de la Periferia. Naves gigantes re­corrieron la vasta distancia que separaba a las estre­llas errantes del borde de la Galaxia, abriéndose ca­mino alrededor de los límites más alejados de la in­fluencia de la Fundación.
Mundos aislados en su nueva barbarie de dos si­glos sintieron una vez más el paso de los señores supremos sobre su suelo. Se juró fidelidad frente a la masiva artillería concentrada en las ciudades capitales.
Las guarniciones fueron abandonadas; guarnicio­nes de hombres que llevaban el uniforme imperial y la insignia del Sol-y-la-Astronave en sus charreteras. Los viejos lo advirtieron y recordaron una vez más las olvidadas historias de sus tatarabuelos sobre los tiempos en que el universo era grande y rico y dis­frutaba de paz, y ese mismo Sol-y-Astronave lo go­bernaba todo.
Entonces, las grandes naves tejieron su red de bases avanzadas alrededor de la Fundación. Y cuan­do cada uno de los mundos estuvo anudado en su lugar correspondiente de la red, se envió el informe a Bel Riose, que había establecido su cuartel general en la superficie rocosa y estéril de un planeta errante y sin sol.
En aquel momento, Riose se tranquilizó y sonrió a Ducem Barr.
-Bien, ¿qué opina usted, patricio?
-¿Yo? ¿Qué valor tiene lo que yo piense? No soy militar. -Contempló con una mirada de hastío y de­sagrado el desorden que reinaba en la habitación, excavada en la roca y provista de aire, luz y calor artificiales, que constituía la única burbuja de vida
en la inmensidad de un mundo yermo-- Para la ayuda que puedo prestarle -murmuró-, o que estoy dispuesto a facilitarle, sería mejor que me regresase a Siwenna.
-Todavía no, todavía no. -El general giró la silla hacia el rincón donde se hallaba la enorme esfera transparente que mostraba el mapa de la antigua prefectura imperial de Anacreonte y sus sectores circundantes-. Más tarde, cuando todo haya termi­nado, podrá regresar a sus libros y todo lo demás. Me encargaré de que las posesiones de su familia le sean devueltas para siempre, a usted y a sus hijos.
-Gracias --dijo Barr con ligera ironía-, pero no tengo fe en el feliz desenlace de todo esto.
Riose estalló en una carcajada estridente.
-No empiece de nuevo con sus graznidos profé­ticos. Este mapa habla con voz más elocuente que sus pesimistas teorías. -Acarició suavemente su cur­vada e invisible superficie-. ¿Sabe interpretar un mapa en su proyección radial? ¿Sí? Pues bien, véalo usted mismo. Las estrellas doradas representan los territorios imperiales. Las rojas son las que están sometidas a la Fundación, y las rosas son las que se hallan probablemente bajo su esfera de influencia. Ahora, mire...
La mano de Riose cubrió un botón redondo, y un área de marcados y blancos puntitos fue tiñéndose lentamente de azul oscuro. Los puntitos, como una taza invertida, rodearon a los rojos y rosados.
-Estas estrellas azules han sido tomadas por mis fuerzas -dijo Riose con tranquila satisfacción- y continúan avanzando. No han encontrado obstáculos en ninguna parte. Los bárbaros se mantienen inmóvi­les. Y, sobre todo, no ha habido ninguna oposición por parte de las fuerzas de la Fundación. Duermen bien y pacíficamente.
-Usted dispersa sus fuerzas en una línea muy delgada, ¿verdad? -preguntó Barr.
-De hecho -explicó Riose-, y pese a las apa­riencias, no es así. Los puntos clave donde sitúo guarnición y fortificaciones son relativamente pocos, pero están elegidos con sumo cuidado. El resultado es que las fuerzas dispersas son pequeñas, pero la estrategia es considerable. Hay muchas ventajas, más
de las que adivinaría quien no hubiese estudiado a fondo la táctica espacial, pero es evidente para cual­quiera, por ejemplo, que puedo desencadenar un ata­que desde cualquier punto de una esfera envolvente, y que cuando haya terminado será imposible para la Fundación atacar los flancos o la retaguardia. Para ellos no habrá ni flancos ni retaguardia. Esta estrategia del Cerco Previo ha sido intentada antes, sobre todo en las campañas de Loris VI, hace unos dos mil años, pero siempre de modo imperfecto; siempre con el conocimiento y la interferencia del enemigo. Esta vez es diferente...
-¿El caso ideal de los libros de texto? -La voz de Barr era lánguida e indiferente. Riose perdió la paciencia.
-¿Sigue pensando que mis fuerzas fracasarán? -Téngalo por seguro.
-Sepa usted que no ha habido un solo caso en la historia militar en que, cuando el movimiento en­volvente ha sido completado, no hayan vencido las fuerzas atacantes, excepto cuando existe una flota ex­terior con la fuerza suficiente como para romper el cerco.
-Si usted lo dice...
-¿Y continúa creyendo lo mismo? -Sí.
-Allá usted. -Riose se encogió de hombros. Barr dejó que el silencio se prolongase unos mo­mentos y entonces preguntó:
-¿Ha recibido respuesta del Emperador?
Riose sacó un cigarrillo de un recipiente mural situado a sus espaldas y lo encendió cuidadosamente. Repuso:
-¿Se refiere a mi petición de refuerzos? Ha lle­gado la respuesta, nada más.
-Las naves no.
-Ninguna. Lo esperaba a medias. Francamente, patricio, no hubiera debido dejarme influenciar por sus teorías y haber hecho esta petición que, en defi­nitiva, me ha puesto en evidencia.
-¿De verdad?
-Claro. Las naves son escasas. Las guerras civi­les de los dos últimos siglos han acabado con más de la mitad de la Gran Flota, y las restantes se hallan
en malas condiciones. Usted ya sabe que las naves que se construyen actualmente no valen nada. Creo que no existe un solo hombre en la Galaxia capaz de construir un motor hiperatómico de buena ca­lidad.
-Lo sé -dijo el siwenniano. Su mirada era pen­sativa y ensimismada-. Pero ignoraba que usted lo supiera. De modo que Su Majestad Imperial no puede darle naves. La psicohistoria podría haberlo predicho; en realidad, tal vez lo hizo. Yo diría que la mano muerta de Hari Seldon está ganando el primer asalto.
Riose contestó bruscamente:
-¡Dispongo de naves suficientes! Su Seldon no está ganando nada. Si la situación se agravara, en­viarían más naves. De momento, el Emperador no sabe toda la historia.
-¿De verdad? ¿Por qué no se la ha contado? -Es evidente... porque son teorías de usted. -Riose le miró con sarcasmo-. Esa historia, con todos mis respetos, es altamente inverosímil. Si los aconte­cimientos la corroboran, si me facilitan una prueba, entonces, pero sólo entonces, consideraré que el pe­ligro es mortal. Además -continuó casualmente Riose-, esta historia, mientras no la respalden los he­chos, tiene un sabor de lesa majestad que no resul­taría agradable al Emperador de la Galaxia.
El anciano patricio sonrió.
-Quiere decir que comunicarle que su augusto trono está en peligro de subversión por parte de unos toscos bárbaros de los confines del universo no es una advertencia fácil de creer o calibrar. De ma­nera que usted no espera nada de él.
-A menos que contemos con un enviado especial, o algo por el estilo.
-¿Y por qué un enviado especial?
-Es una vieja costumbre. Un representante di­recto de la corona está presente en toda campaña militar que se halle bajo los auspicios del Gobierno. -¿De veras? ¿Por qué?
-Es un método de preservar el símbolo de la jefatura personal imperial en todas las campañas. Y también para asegurar la fidelidad de los generales. No siempre tiene éxito en esto último.
-Lo encontrará un inconveniente, general. Me re­fiero a la autoridad ajena.
-No lo dudo -admitió Riose, enrojeciendo un poco-, pero no puedo evitarlo...
El receptor situado en la mano del general se en­cendió y, con una ligera sacudida, un parte de forma cilíndrica apareció en la ranura. Riose lo desen­rolló.
-¡Bien! ¡Aquí está!
Ducem Barr enarcó las cejas inquisitivamente. Riose explicó
-Ya sabe que hemos capturado a uno de esos comerciantes. Vivo... y con su nave intacta.
-He oído hablar de ello.
-Pues bien, acaban de traerle y le tendremos aquí dentro de un minuto. No se mueva de su asien­to, patricio. Quiero que esté presente mientras le interrogo. En realidad, éste es el motivo por el que le he llamado hoy. Usted puede comprenderle, mien­tras que yo podría perderme puntos importantes.
Sonó la señal de la entrada y un ligero movimien­to del pie del general abrió la puerta de par en par. El hombre que apareció en el umbral era alto y barbudo, llevaba un abrigo corto de suave felpudo plástico y una capucha doblada en la nuca. Tenía las manos libres, y si se había fijado en que los hombres que le acompañaban iban armados, no se molestaba en dar muestras de ello.
Entró con indiferencia y observó a su alrededor con mirada calculadora. Saludó al general con un rudimentario ademán y una ligera inclinación de cabeza.
-¿Su nombre? -preguntó Riose con brusquedad. -Lathan Devers. -El comerciante insertó los pul­gares en su ancho y vistoso cinturón-. ¿Usted es el jefe aquí?
-¿Es usted un comerciante de la Fundación? -Exacto. Escuche, si usted es el jefe será mejor que diga a sus hombres que no se acerquen a mi cargamento.
El general levantó una mano y miró fríamente al prisionero.
-Conteste a las preguntas y no dé ninguna orden. Muy bien, obedeceré. Pero uno de sus mucha­chos se ha abierto ya un agujero de medio metro en el pecho, metiendo los dedos donde no debía. Riose levantó la vista hacia el teniente de ser­vicio.
-¿Dice la verdad este hombre? Su informe, Vrank, asegura que no se ha perdido ninguna vida.
-Así era, señor -dijo el teniente con voz ronca y temerosa-, en aquel momento. Más tarde se dio orden de registrar la nave, pues corrió la voz de que había una mujer a bordo. Pero en su lugar, señor, se hallaron muchos instrumentos de naturaleza des­conocida, instrumentos que el prisionero califica como su mercancía. Uno de ellos explotó al ser tocado, y el soldado murió.
El general se dirigió de nuevo al comerciante: -¿Lleva su nave explosivos atómicos?
-¡Por la Galaxia que no! ¿Para qué? Ese loco agarró un punzón atómico por el extremo equivo­cado, y provocó una dispersión máxima. No se puede hacer eso. Lo mismo podría haberse apuntado a la cabeza una pistola de neutrones. Yo le hubiera dete­nido, de no haber tenido a cinco hombres sentados sobre mi pecho.
Riose hizo una seña al oficial que esperaba. -Váyase y haga sellar la nave capturada contra toda intrusión. Siéntese, Devers.
El comerciante tomó asiento donde le indicaban y soportó estoicamente el escrutinio del general im­perial y la curiosa mirada del patricio siwenniano. Riose dijo:
-Es usted un hombre sensato, Devers.
-Gracias. ¿Le impresiona mi cara, o es que quie­re algo? Le diré una cosa: soy un buen hombre de negocios.
-Viene a ser lo mismo. Rindió su nave cuando podría haber decidido que malgastáramos nuestras municiones en reducirle a polvo electrónico. Esto puede granjearle un buen trato, en caso de que con­tinúe con la misma actitud ante la vida.
-Un buen trato es lo que más ansío, jefe. -Bien, y lo que yo más ansío es la colaboración. -Riose sonrió, y en voz baja murmuró a Ducem Barr--: Espero que la palabra ansío» signifique lo
que yo creo. ¿Oyó alguna vez una jerga tan bár­bara?
Devers dijo blandamente:
-Muy bien, he comprendido. Pero ¿de qué clase de cooperación habla, jefe? Para decirle la verdad, no sé dónde estoy. -Miró en torno suyo-. ¿Qué es este lugar, por ejemplo, y cuál es el plan?
-¡Ah! Olvidaba las presentaciones. -Riose esta­ba de buen humor-. Este caballero es Ducem Barr, patricio del Imperio. Yo soy Bel Riose, noble del Imperio y general de tercera clase de las Fuerzas Armadas de Su Majestad Imperial.
La mandíbula del comerciante se distendió. In­quirió
-¿El Imperio? ¿Quiere decir el viejo Imperio del que nos hablaban en la escuela? ¡Qué gracioso! Siem­pre tuve la sensación de que ya no existía.
-Mire a su alrededor. Existe -dijo Riose con seriedad.
-Tendría que haberlo adivinado -murmuró La­than Devers dirigiendo su barba hacia el techo. ­Las naves que capturaron mi bañera eran potentes y relucían mucho. Ningún reino de la Periferia po­dría fabricarlas. -Frunció el ceño-. ¿Cuál es el juego, jefe? ¿O he de llamarle general?
-El juego es la guerra. -Imperio contra Fundación, ¿no? -Exacto.
-¿Por qué?
-Creo que usted conoce la razón.
El comerciante le miró fijamente y meneó la ca­beza. Riose le dejó meditar, y después repitió: -Estoy seguro de que conoce la razón.
Lathan Devers murmuró
-Aquí hace calor -y se levantó para despojarse del abrigo con capucha.
Entonces volvió a sentarse y alargó las piernas delante de él.
-¿Sabe una cosa? -dijo con tranquilidad-. Me imagino que está pensando que yo debería ponerme en pie de un salto y rebelarme. Podría cogerle antes de que tuviera tiempo de moverse, si eligiera el mo­mento oportuno, y ese viejo que no suelta una pa­labra no haría gran cosa para detenerme.
-Pero no lo hará -dijo Riose con la misma tran­quilidad.
-No -repuso Devers amablemente-. Primero, porque supongo que matándole no pondría fin a la guerra. Hay más generales en el lugar de donde procede.
-Muy acertadamente deducido.
-Aparte de que probablemente me reducirían a los dos segundos de haberle atacado, y me matarían, rápida o lentamente, eso depende. Pero me mata­rían, y nunca me gusta contar con eso cuando estoy haciendo planes. No me compensaría.
-Ya dije que era usted un hombre sensato. -Pero hay una cosa que me intriga, jefe. Me gus­taría que me dijese qué ha querido insinuar con eso de que yo sé por qué nos hacen la guerra. Lo ignoro, y adivinar me aburre mucho.
-Conque sí, ¿eh? ¿Alguna vez ha oído hablar de Hari Seldon?
-No. Y ya le he dicho que no me gustan las adivinanzas.
Riose miró de soslayo a Ducem Barr, que sonreía con suavidad y continuaba inmerso en sus pensa­mientos.
El general dijo con una mueca:
-No juegue usted a las adivinanzas, Devers. Existe una tradición, o una fábula, o una historia, no me importa lo que sea, sobre su Fundación, de que even­tualmente creará el Segundo Imperio. Conozco una versión muy detallada del cuento de la psicohistoria de Hari Seldon y de sus eventuales planes de agre­sión contra el Imperio.
-¿De veras? -Devers parecía pensativo--. ¿Y quién le ha contado todo esto?
-¿Acaso importa? -dijo Riose con peligrosa sua­vidad-. Usted no está aquí para hacer preguntas. Quiero que me diga todo lo que sabe acerca de la fábula de Seldon.
-Pero si es una fábula...
-No juegue con las palabras, Devers.
-No lo hago. De hecho, voy a serle sincero. Ya conoce usted todo lo que sé acerca de ello. Es un cuento estúpido, un absurdo. Todos los mundos tie­nen sus leyendas; es imposible arrebatárselas. Sí,
he oído hablar de eso: Seldon, Segundo Imperio... y todo lo demás. Duermen a los niños con esa clase de historias. Los chiquillos se adormecen en sus cuar­tos con sus proyectores de bolsillo y absorben las aventuras de Seldon. Pero es algo estrictamente in­fantil, nada para adultos inteligentes, en definitiva.
El comerciante meneó la cabeza. Los ojos de Riose eran sombríos.
-¿Es realmente así? Miente usted en vano. He estado en el planeta Términus, y conozco su Fun­dación. La he visto de cerca.
-¿Por qué me pregunta entonces? A mí, que no he pasado en ella dos meses seguidos en diez años. Está desperdiciando su tiempo. Pero continúe con su guerra, si lo que busca son fábulas.
Y Barr habló por primera vez, suavemente -¿Tanta confianza tiene en la victoria final de la Fundación?
El comerciante se volvió. Enrojeció levemente, mostrando la palidez de una vieja cicatriz que tenía en la sien.
-Vaya, el socio silencioso. ¿Cómo ha deducido eso de mis palabras, doctor?
Riose hizo a Barr una seña imperceptible, y el siwenniano prosiguió en voz baja:
-Porque le molestaría la idea de que su mundo pudiera perder esta guerra y sufrir las tristes con­secuencias de la derrota. Lo sé porque mi mundo las sufrió una vez, y aún las está sufriendo.
Lathan Devers jugó con su barba, miró uno tras otro a sus interlocutores y rió brevemente. -¿Habla siempre así, jefe? Escuchen -añadió en tono grave-, ¿qué es la derrota? He visto guerras y he visto derrotas. ¿Qué pasa si el vencedor asume el gobierno? ¿A quién molesta? ¿A tipos como yo? -Meneó la cabeza con incredulidad-. Entiendan es­to -añadió el comerciante hablando fuerte y anima­damente-, siempre hay cinco o seis tipos gordos que gobiernan un planeta normal. Ellos son los que llevan las de perder, o sea que yo no voy a preocu­parme en absoluto por su suerte. ¿Y el pueblo? ¿Los hombres del montón? Claro, algunos mueren, y el resto paga impuestos extraordinarios durante un tiempo. Pero todo acaba arreglándose; las cosas se estabilizan. Y entonces vuelve a implantarse la mis­ma situación, con otros cinco o seis tipos diferentes. Ducem Barr movió las aletas nasales, y los ten­dones de su mano derecha temblaron, pero no dijo nada.
Los ojos de Lathan Devers se fijaron en él; nada les pasaba por alto. Añadió:
-Mire, me paso la vida en el espacio para ven­der mis modestas mercancías y sólo recibo coces de los Monipodios. En casa -señaló por encima de los hombros con el pulgar- hay tipos corpulentos que se embolsan mis beneficios anuales, exprimién­dome a mí y a otros como yo. Supongamos que us­tedes gobiernan la Fundación. Seguirían necesitándo­nos. Nos necesitarían más que los Monipodios por­que se sentirían perdidos, y seríamos nosotros quie­nes traeríamos el dinero. Haríamos un trato mejor con el Imperio, estoy seguro; y lo digo como hom­bre de negocios. Si ello significa más ganancias, lo apruebo.
Y se quedó mirándoles con burlona beligerancia. Reinó el silencio durante unos minutos, y entonces un nuevo cilindro asomó por la ranura del receptor. El general lo abrió, echó una ojeada a su contenido y lo conectó a los visuales.
«Prepare plan indicando posición de cada nave. Espere órdenes manteniéndose a la defensiva.» Recogió su capa y, mientras se la ajustaba sobre los hombros, dijo a Barr con acento perentorio: -Dejo a este hombre a su cuidado. Espero resul­tados. Estamos en guerra y los fracasos se pagarán caros. ¡Recuérdelo!
Se fue tras saludar militarmente a ambos. Lathan Devers le siguió con la mirada.
-¡Vaya! Alguna mosca le ha picado. ¿Qué ocurre? -Una batalla, evidentemente -repuso ásperamen­te Barr-. Las fuerzas de la Fundación van a pre­sentar su primera batalla. Será mejor que venga conmigo.
Había soldados armados en la estancia. Su acti­tud era respetuosa, y sus rostros, herméticos. De­vers salió de la habitación detrás del altivo patriarca siwenniano.
Les condujeron a una estancia más pequeña e
incompleta que la anterior. Contenía dos camas, una pantalla de video, ducha y otros servicios sanitarios. Los soldados se marcharon y la gruesa puerta se cerró con un ruido hueco.
-¡Vaya! -Devers miró en torno suyo con desa­probación-. Esto parece permanente.
-Lo es -dijo Barr con brevedad, volviéndole la espalda.
El comerciante preguntó, irritado: -¿Cuál es su juego, doctor?
-No juego a nada. Usted se halla a mi cuidado, eso es todo.
El comerciante se levantó y se acercó al patricio, que se mantuvo inmóvil.
-¿Esas tenemos? Pero está en esta celda conmi­go, y cuando nos condujeron aquí las armas le apun­taban tanto a usted como a mí. Escuche, se ha enfu­recido mucho con mis ideas sobre la guerra y la paz. -Esperó en vano-. Muy bien, déjeme pregun­tarle algo. Dijo usted que su país fue vencido una vez. ¿Por quién? ¿Por el pueblo de un cometa de las nebulosas exteriores?
Barr levantó la vista. -Por el Imperio. -¿Ah, sí? Entonces, ¿qué está haciendo aquí? Barr guardó un elocuente silencio.
El comerciante extendió su labio inferior y asin­tió lentamente con la cabeza. Se quitó el brazalete de eslabones planos que ceñía su muñeca derecha y lo alargó a Barr.
-¿Qué opina de esto? -Llevaba otro exacto en la muñeca izquierda.
El siwenniano tomó el ornamento. Respondió len­tamente al gesto del comerciante y se lo puso. El extraño cosquilleo en la muñeca cesó con rapidez. La voz de Devers cambió en seguida.
-Bien, doctor, ya puede hablar ahora. Hágalo con naturalidad. Si esta habitación está vigilada acústica­mente, no captarán nada. Lo que tiene ahí es un distorsionador de campo; diseño genuino de Mallow. Se vende por veinticinco créditos en cualquier mundo de aquí al borde exterior. Usted lo tendrá gratis. No mueva los labios cuando hable y tómeselo con calma. Ha de encontrarle el truco.
Ducem Barr se sintió repentinamente cansado. Los ojos penetrantes del comerciante eran luminosos y exigentes. Temió no saber responder a esta exigencia. Preguntó:
-¿Qué quiere usted? -Las palabras sonaron ex­trañas a través de los labios inmóviles.
--Ya se lo he dicho. Emite sonidos bucales como si fuera un patriota y, sin embargo, su mundo fue destruido por el Imperio y usted se dedica a jugar a pelota con el rubio general del Emperador. No tiene sentido, ¿verdad?
-Yo ya cumplí mi misión -replicó Barr- Un virrey imperial murió gracias a mí.
-¿De veras? ¿Recientemente? -Hace cuarenta años.
-¡Cuarenta... años! -El comerciante pareció en­contrar sentido a aquellas palabras. Frunció el ce­ño-. Es mucho tiempo para vivir de recuerdos. ¿Lo sabe ese joven mequetrefe vestido de general?
Barr asintió con la cabeza. Los ojos de Devers reflejaron una profunda meditación.
-¿Desea que venza el Imperio?
El anciano patricio siwenniano explotó en tina có­lera repentina.
-¡Ojalá el Imperio y todas sus obras perezcan en una catástrofe universal! Todo Siwenna reza dia­riamente para que ocurra. Yo tenía hermanos, una hermana, un padre. Pero ahora tengo hijos y nietos. El general sabe dónde encontrarlos.
Devers esperó. Barr continuó en un susurro: -Pero esto no me detendría si los resultados jus­tificaran el riesgo. Sabrían morir.
El comerciante dijo con suavidad:
-Una vez mató a un virrey, ¿no? Recuerdo al­gunas cosas. Nosotros tuvimos un alcalde, Hober Mallow era su nombre. Visitó Siwenna; es el mundo de usted, ¿verdad? Conoció a un hombre llamado Barr.
Ducem Barr le miró duramente, con suspicacia. -¿Qué sabe usted de eso?
-Lo que saben todos los comerciantes de la Fun­dación. Usted podría ser un tipo listo colocado aquí para atraparme. Le apuntarían con sus armas y usted odiaría el Imperio y ansiaría su destrucción. Y yo
me entregaría a usted y le abriría mi corazón, y el general rebosaría satisfacción. No hay muchas posi­bilidades de que esto suceda, doctor. Pero me gus­taría que pudiese probarme que es hijo de Onum Barr de Siwenna... el sexto y más joven que escapó a la Matanza.
La mano de Ducem Barr tembló al abrir la caja de metal que había en un nicho de la pared. El ob­jeto que extrajo de ella rechinó suavemente cuando lo colocó en las manos del comerciante.
-Mire eso -dijo.
Devers lo miró con fijeza. Se llevó muy cerca de los ojos el hinchado eslabón central de la cadena y profirió un juramento ahogado.
-Es el monograma de Mallow o yo soy un reclu­ta del espacio, ¡y el diseño tiene cincuenta años! -Le­vantó la. vista y sonrió-. Chóquela, doctor. Un escu­do atómico individual es toda la prueba que nece­sito.
Y alargó a Barr su robusta mano.


6. EL FAVORITO


Las diminutas naves habían surgido de las pro­fundidades del vacío y volaban a toda velocidad hacia el centro de la Armada. Sin un disparo o una ráfaga de energía se introdujeron en el área atestada de naves para salir luego disparadas de un lado a otro, mientras las naves imperiales se dirigían hacia ellas como torpes animales de carga. Hubo dos relámpa­gos inaudibles que brillaron en el espacio cuando dos de los minúsculos mosquitos se fundieron por el impacto atómico, pero el resto desapareció.
Las grandes naves buscaron, y después volvieron a su misión original, y, mundo tras mundo, la gran red del cerco continuó tejiéndose.
El uniforme de Brodrig era majestuoso; cuidado­samente cortado y lucido con el mismo esmero. Sus pasos por los jardines del oscuro planeta Wanda,
transitorio cuartel general del Imperio, eran pausa­dos, y su expresión, sombría.
Bel Riose caminaba junto a él con el cuello de su uniforme de campaña desabrochado, lúgubre en su monótono gris y negro.
Riose indicó el banco negro colocado bajo el fra­gante helecho, cuyas grandes hojas en forma de es­pátula se elevaban contra la blancura del sol.
-Mire esto, señor. Es una reliquia del Imperio. Los bancos ornamentados, construidos para los ena­morados, subsisten en toda su frescura y utilidad, mientras las fábricas y los palacios se derrumban y se convierten en ruinas olvidadas.
Se sentó mientras el secretario privado de Cleón II permanecía en pie ante él y cortaba las hojas a su alcance con golpes precisos de su bastón de marfil.
Riose cruzó las piernas y ofreció a Brodrig un cigarrillo. Con el suyo entre los dedos, observó -Era de esperar de la eximia sabiduría de Su Majestad Imperial que enviara a un observador tan competente como usted. Ello alivia la ansiedad que yo sentía de que asuntos más importantes y urgen­tes pudieran relegar a la sombra una pequeña cam­paña en la Periferia.
-Los ojos del Emperador están en todas partes -repuso Brodrig mecánicamente-. No subestima­mos la importancia de la campaña; sin embargo, pa­rece que se da un énfasis excesivo a su dificultad. Seguramente esas pequeñas naves no constituyen un obstáculo que requiera la complicada maniobra pre­liminar de un cerco.
Riose enrojeció, pero no perdió la serenidad. -No puedo arriesgar la vida de mis hombres, que no son muchos, ni la destrucción de mis naves, que son irreemplazables, con un ataque precipitado. El es­tablecimiento de un cerco ahorrará muchas vidas en el ataque final, sea cual sea su dificultad. Ayer me tomé la libertad de explicar las razones militares para ello.
-Está bien, está bien; yo no soy un militar. En cualquier caso, usted me asegura que lo que parece patente y obviamente acertado es, en realidad, un error. Admitámoslo. Pero sus precauciones van mu­cho más allá. En su segundo comunicado usted pidió
refuerzos, y eso que eran para luchar contra un ene. migo débil, reducido y bárbaro, con el que aún ni siquiera se había enfrentado. Desear más fuerzas bajo esas circunstancias haría casi pensar en cierta incapacidad o en algo peor, de no dar su carrera anterior pruebas suficientes de su osadía e imagina­ción.
-Se lo agradezco -dijo fríamente el general-, pero me gustaría recordarle que existe una diferencia entre la osadía y la ceguera. La acción decisiva está indicada cuando se conoce al enemigo y se pueden calcular aproximadamente los riesgos; pero moverse contra un potencial desconocido ya supone una osa­día de por sí. Sería lo mismo que preguntar por qué un hombre salta con éxito en una carrera de obstáculos durante el día y tropieza con los muebles de su habitación por la noche.
Brodrig desechó las palabras del otro con un ex­presivo ademán.
-Contundente, pero no satisfactorio. Usted mismo ha estado en ese mundo bárbaro. Tiene además a un prisionero enemigo, ese comerciante a quien cuida tanto. Estos dos factores ya significan cierto conoci­miento.
-¿Lo cree usted así? Le ruego que recuerde que un mundo que ha evolucionado en completo aisla­miento durante dos siglos no puede ser interpretado hasta el punto de poder atacarlo inteligentemente sobre la base de una visita que duró un solo mes. Soy un soldado, no un héroe de barba florida y pecho de barril de las películas tridimensionales. En cuan­to al prisionero, se trata de un oscuro miembro de un grupo económico, que no representa al enemigo y no puede comunicarme los secretos de la estrategia enemiga.
-¿Le ha interrogado? -Sí.
-¿Y qué?
-Ha sido de utilidad, pero no vital. Su nave es diminuta, no cuenta. Vende pequeños juguetes que son muy divertidos. Guardo algunos de los más in­geniosos, que pienso enviar al Emperador como cu­riosidades. Naturalmente, hay muchas cosas que no comprendo en la nave y su funcionamiento, pero hay
que tener en cuenta que no soy un técnico en esa materia.
-Sin embargo, los tiene entre sus hombres -se­ñaló Brodrig.
-Ya lo sé -replicó el general con tono algo mor­daz-, pero esos idiotas han de aprender mucho to­davía para que me sirvan de algo. He ordenado que me traigan hombres inteligentes que comprendan el funcionamiento de los extraños circuitos atómicos de que dispone la nave. No he recibido respuesta.
-Hombres de ese calibre no abundan, general. Se­guramente habrá un hombre en su vasta provincia que entienda de ingenios atómicos.
-Si lo hubiera, le pondría a trabajar en los inú­tiles motores que propulsan dos de las naves de mí pequeña flota. Dos naves de las diez que tengo, y que son incapaces de librar una batalla por falta de un suficiente suministro de energía. Una quinta parte de mi fuerza condenada a la triste actividad de consolidar posiciones detrás de las líneas.
El secretario movió los dedos con impaciencia. -Su posición no es única a este respecto, gene­ral. El Emperador tiene problemas similares.
El general tiró un cigarrillo desmenuzado que no había llegado a utilizar, encendió otro y se encogió de hombros.
-En fin, esta carencia de técnicos de primera clase no es el problema más acuciante. Claro que yo podría haber adelantado más con mi prisionero si mi sonda psíquica funcionase como es debido.
El secretario enarcó las cejas. -¿Tiene una sonda?
-Sí, pero es vieja. Una sonda gastada que me falla siempre que la necesito. La coloqué al prisio­nero durante su sueño, pero no recibí nada. Sin em­bargo, la he probado en mis propios hombres y la reacción ha sido adecuada, pero ningún técnico de mi equipo sabe decirme por qué falla con él. Ducem Barr, que es un teórico, pero no un mecánico, dice que es posible que la sonda no afecte a la estruc­tura psíquica del prisionero porque ha sido some­tido desde la infancia a ambientes extraños y estímu­los neutrales. Yo lo ignoro. Pero aún puede sernos útil, y le retengo con esta esperanza.
Brodrig se apoyó en su bastón.
-Veré si hay algún especialista disponible en la capital. Mientras tanto, ¿qué me dice de ese otro hombre que acaba de mencionar, ese siwenniano? Tiene usted demasiados enemigos a su alrededor.
-El conoce al enemigo. También le retengo para futuras referencias y por la ayuda que puede pres­tarme.
-Pero es siwenniano, e hijo de un rebelde pros­crito.
-Es viejo y carece de poder, y su familia nos sirve de rehén.
-Comprendo. De todos modos, creo que yo de­bería hablar con ese comerciante.
-Como usted quiera.
-A solas -añadió fríamente el secretario, recal­cando las palabras.
-Desde luego -asintió Riose con docilidad­. Como súbdito leal del Emperador, acepto a su re­presentante personal como mi superior. Sin embargo, puesto que el comerciante está en la base permanen­te, tendrá usted que abandonar las áreas del frente en un momento interesante.
-¿Sí? ¿Interesante en qué aspecto? -Interesante porque el cerco se completa hoy. Interesante porque dentro de una semana la Vigésima Flota de la Frontera avanzará hacia el núcleo de la resistencia.
Riose sonrió y dio media vuelta.
En cierta manera, Brodrig se sintió desairado.


7. SOBORNO


El sargento Mori Luk era un excelente soldado. Procedía de los enormes planetas agrícolas de las Pléyades, donde solamente la vida militar podía rom­per el vínculo con la tierra y con una existencia ago­tadora; y era el hombre típico de aquel medio am­biente. Sin imaginación suficiente como para enfrentarse al peligro con temor, era lo bastante ágil y fuer­te como para desafiarlo con éxito. Aceptaba instantá­neamente las órdenes, mandaba a sus hombres con inflexibilidad y adoraba a su general sin reservas.
Y, pese a todo ello, tenía un carácter risueño. Si bien mataba a un hombre en el cumplimiento de su deber sin la menor vacilación, también era cierto que lo hacía sin la más ligera animosidad.
El hecho de que el sargento Luk llamase a la puerta antes de entrar significaba otra muestra de tacto, pues estaba 'en su perfecto derecho si entraba sin llamar.
Los dos hombres que estaban dentro se encontra­ban cenando, y uno de ellos desconectó con el pie el gastado transmisor de bolsillo que emitía un estri­dente monólogo.
-¿Más libros? -preguntó Lathan Devers.
El sargento le alargó el apretado cilindro de pe­lícula y estiró el cuello.
-Pertenece al ingeniero Orre, y habrá que de­volvérselo. Quiere mandarlo a los niños, ya sabe, como un recuerdo.
Ducem Barr contempló el cilindro con interés. -¿Y de dónde lo ha sacado el ingeniero? ¿Acaso tiene también un transmisor?
El sargento movió enérgicamente la cabeza. Se­ñaló el desvencijado aparato que estaba a los pies de la cama.
-Ese es el único que hay en este lugar. Ese tipo, Orre, consiguió el libro en uno de esos mundos as­querosos que hemos conquistado por aquí. Estaba en un gran edificio, y se vio obligado a matar a unos cuantos nativos que querían evitar que se lo llevara. -Lo miró con aprecio-. Es un buen recuerdo..., para los niños. -Y añadió con cautela-: A propó­sito, circulan importantes rumores. Tal vez no sea cierto, pero incluso así es demasiado bueno para mantenerlo en secreto. El general ha vuelto a las andadas. -Y movió la cabeza con lentitud y gra­vedad.
-¿De veras? -inquirió Devers-. ¿Y qué ha he­cho?
-Ha completado el cerco, eso es todo. -El sar­gento rió entre dientes con orgullo paternal-. ¿No
es colosal? Uno de los muchachos, que es muy char­latán, dice que ha ido todo tan bien como la música de las esferas, aunque no sé qué entiende por eso.
-¿Empezará ahora la gran ofensiva? -preguntó calmosamente Barr.
-Así lo espero -fue la alegre respuesta-. Tengo ganas de volver a mi nave, ahora que mi brazo está entero otra vez. Ya me he cansado de hacer el vago.
-Yo también -murmuró Devers, repentina y sal­vajemente, mientras se mordía el labio inferior. El sargento le miró dubitativamente y dijo: -Ahora será mejor que me marche. Se acerca la ronda del capitán y preferiría que no me encontrase aquí. -Se detuvo en la puerta-. A propósito, señor -dijo al comerciante con torpe y repentina timi­dez-, he tenido noticias de mi esposa. Dice que el pequeño refrigerador que usted me dio para ella fun­ciona muy bien. No le da ningún gasto y puede man­tener congelada la comida de un mes. Se lo agra­dezco.
-No es nada. Olvídelo.
La gran puerta se cerró sin ruido detrás del son­riente sargento. Ducem Barr saltó de su silla. -Bueno, nos ha pagado con creces el refrigera­dor. Echemos una mirada a este nuevo libro. ¡Ah!, ha desaparecido el título.
Desenrolló un metro de película y la miró a con­traluz. Entonces murmuró
-Vaya, que me pasen por el colador, como dice el sargento. Esto es El jardín de Summa, Devers. -¿De verdad? -preguntó el comerciante, sin in­terés. Echó a un lado los restos de su cena-. Sién­tese, Barr. Escuchar esta antigua literatura no me hace ningún bien. ¿Ha oído lo que dijo el sargento? -Sí. ¿Qué hay de ello?
-Comenzará la ofensiva. ¡Y nosotros debemos permanecer sentados aquí!
-¿Dónde quiere sentarse?
-Ya sabe a qué me refiero. Esperar no sirve de nada.
-¿Usted cree? -Barr estaba quitando cuidadosa­mente una película del transmisor e instalando la nueva-. Durante el último mes me ha contado mu­chas cosas de la historia de la Fundación, y parece
ser que los grandes dirigentes de las crisis pasadas no hicieron mucho más que sentarse y esperar. -¡Ah!, Barr, pero ellos sabían adónde iban. -¿De veras? Supongo que así lo afirmaban cuan­do todo había terminado, y tal vez decían la verdad. Pero no existen pruebas de que todo no hubiese ido tan bien o mejor si no hubieran sabido hacia dónde se dirigían. Las fuerzas más profundas económicas y sociológicas no son dirigidas por hombres aislados. Devers sonrió burlonamente.
-Tampoco hay pruebas de que hubiese ido peor. Está usted argumentando sobre cosas pasadas. -Su mirada era pensativa-. Supongamos que le hago ex­plotar en mil pedazos.
-¿A quién? ¿A Riose? -Sí.
Barr suspiró. En sus ojos cansados había el turbio reflejo de un largo pasado.
-El asesinato no es la solución, Devers. Una vez lo probé, bajo provocación, cuando tenía veinte años, pero no resolvió nada. Liquidé a un malvado de Si­wenna, pero no al yugo imperial; y era el yugo y no el malvado lo que importaba.
-Pero Riose no es solamente un malvado, doctor. Es todo el maldito ejército. Sin él se desintegraría; se aferran a él como niños de pecho. El sargento babea cada vez que lo menciona.
-Incluso así. Hay otros ejércitos y otros caudi­llos. Es preciso ahondar más. Ahí está Brodrig, por ejemplo; el Emperador sólo le escucha a él. Podría obtener miles de naves, mientras que Riose ha de luchar con diez. Conozco su reputación.
-¿Ah, sí? ¿Quién es? -La frustración disminuyó en los ojos del comerciante dando paso a un agudo interés.
-¿Desea una descripción rápida? Es un canalla plebeyo que a fuerza de halagos se ha ganado el favor del Emperador. La aristocracia de la corte, mezquina a su vez, le detesta porque carece tanto de humildad como de familia. Aconseja al Empera­dor en todas las cuestiones, y es su instrumento en las peores. Carece de fe por elección, pero es leal por necesidad. No hay otro hombre en el Imperio de ruindad más sutil y de placeres más bajos. Y
dicen que sólo a través de él se puede obtener el favor del Emperador, y a él sólo se puede llegar por medio de la infamia.
-¡Caramba! -exclamó Devers tirando de su bien cuidada barba-. Y es a él a quien ha enviado el Emperador para vigilar a Riose. ¿Sabe que tengo una idea?
-Ahora lo sé.
-Supongamos que a este Brodrig se le atraganta nuestra joven Maravilla del Ejército. -Probablemente, ya ha sucedido. Tiene fama de no prodigar sus simpatías.
-Suponga que llega a odiarle. El Emperador po­dría enterarse de ello y Riose se hallaría en un apuro.
-Sí..., muy probable. Pero ¿cómo se propone con­seguirlo?
-Lo ignoro. Me imagino que tal vez se deje so­bornar.
El patricio rió suavemente.
-Sí, en cierto modo, pero no como usted lo hizo con el sargento, con un refrigerador de bolsillo. E incluso aunque encuentre el medio, no merecería la pena. Probablemente no hay nadie tan fácil de so­bornar, pero carece de la más elemental honradez de la corrupción honorable. El soborno no perdurará, por elevada que sea la suma. Piense en otra cosa.
Devers cruzó las piernas y movió un pie rápida y nerviosamente.
-Pero es una idea...
Se interrumpió; la señal de la puerta se iluminó de nuevo, y el sargento apareció en el umbral. Es­taba excitado y ya no sonreía.
-Señor -empezó en un agitado intento de defe­rencia-, estoy muy agradecido por el refrigerador, y usted siempre me ha hablado con cortesía, pese a que soy un labrador y ustedes son grandes señores.
Su acento de las Pléyades era más pronunciado, casi hasta el punto de ser incomprensible, y la exci­tación le hacía olvidar su porte militar, tan laborio­samente cultivado, dejando entrever su torpe actitud de campesino. Barr preguntó con suavidad:
-¿Qué ocurre. sargento?
-El señor Brodrig vendrá a visitarles. ¡Mañana!
Lo sé porque el capitán me ha ordenado que pre­pare a mis hombres para que él les pase revista. He pensado... que sería mejor avisarles.
-Gracias, sargento -dijo Barr-, apreciamos su gesto. Pero no se preocupe, hombre, no hay nece­sidad de...
Pero la expresión del sargento Luk mostraba un inconfundible temor. Habló en un ronco murmullo: -Ustedes no saben las cosas que los hombres cuentan de él. Se ha vendido al espíritu maligno del espacio. No, no serían. Se cuentan de él cosas te­rribles. Dicen que tiene guardaespaldas con armas atómicas que le siguen por doquier, y cuando quiere divertirse les ordena que derriben a cuantos se cru­zan en su camino. Ellos obedecen y él se ríe. Cuen­tan que incluso inspira terror al Emperador, a quien obliga a elevar los impuestos sin permitirle que es­cuche las lamentaciones del pueblo. Y también dicen que odia al general. Dicen que le gustaría matar al general porque es grande y sabio. Pero no puede hacerlo porque nuestro general es más listo que cual­quiera y sabe que el señor Brodrig es un mal ele­mento.
El sargento pestañeó, sonrió de manera repentina e incongruente al darse cuenta de su parrafada y retrocedió hacia la puerta. Movió la cabeza de for­ma espasmódica.
-No olviden mis palabras. Estén alerta. Y salió precipitadamente.
Devers levantó la vista. Su mirada era dura. -Esto hace que los vientos soplen a nuestro favor, ¿no es cierto?
-Depende de Brodrig -dijo secamente Barr. Pero Devers ya estaba pensando y no escuchaba. Pensaba muy intensamente.
El señor Brodrig bajó la cabeza al entrar en el reducido espacio de la nave comercial, y sus dos guardas, cuyos rostros mostraban la dureza profesio­nal de los asesinos a sueldo, le siguieron rápida­mente con las armas desenfundadas.
El secretario privado no tenía en absoluto un aire de humildad en aquellos momentos. Si el espíritu
maligno del espacio le había comprado, lo había he­cho sin dejar una sola marca visible de su posesión. Brodrig parecía más bien un cortesano llegado para animar el frío y desnudo ambiente de la base mi­litar.
Las líneas ceñidas y rígidas de su brillante e in­maculado traje conferían una cierta ilusión de ele­vada estatura, y sus ojos, glaciales e indiferentes, miraron por encima de su larga nariz al comerciante. El nácar de sus bocamangas resplandeció cuando clavó en el suelo su bastón de marfil y se apoyó sua­vemente en él.
-No -dijo con un ligero ademán-, usted qué­dese aquí. Olvide sus juguetes; no me interesan. Acercó una silla, sacudió cuidadosamente el polvo inexistente con el paño tornasolado sujeto al extremo de su bastón blanco, y se sentó. Devers echó una mirada a la otra silla, pero Brodrig dijo en tono lánguido
-Permanecerá en pie en presencia de un Par del Reino.
Sonrió. Devers se encogió de hombros.
-Si no le interesa mi mercancía, ¿por qué estoy aquí?
El secretario privado esperó con frialdad, y De­vers añadió un lento «señor».
-Para estar solos -explicó el secretario-. ¿Por qué habría yo de recorrer doscientos parsecs por el espacio con el fin de inspeccionar quincalla? Es a usted a quien quiero ver. -Extrajo una pequeña tableta de una caja grabada y la colocó delicada­mente entre sus labios, chupándola después con len­titud y deleite-. Por ejemplo -prosiguió-, ¿quién es usted? ¿Es realmente un ciudadano de ese bár­baro mundo que está montando toda esta furiosa campaña militar?
Devers asintió gravemente con la cabeza.
-¿Y fue usted capturado por él después del co­mienzo de esta trifulca a la que él llama guerra? Me estoy refiriendo a nuestro joven general Riose. Devers asintió de nuevo.
-¡Vaya! Muy bien, honorable extranjero. Veo que su elocuencia es ínfima. Voy a allanarle el camino. Parece que nuestro general está librando una batalla
inútil con enorme derroche de energía... y todo por un minúsculo mundo abandonado que un hombre lógico no consideraría digno de un solo disparo. Sin embargo, el general no es ilógico, antes al contrarío, yo diría que es extremadamente inteligente. ¿Me si­gue usted?
-No muy bien, señor.
El secretario inspeccionó sus uñas y continuó: -Pues escúcheme con atención. El general no mal­gastaría hombres y naves en una estéril hazaña glo­riosa. Sé que habla de gloria y de honor imperial, pero es evidente que se trata tan sólo de la imbo­rrable sensación de ser uno de los insufribles semi­dioses de la Era Heroica. Aquí hay algo más que gloria, y, además, se preocupa por usted de un modo extraño e innecesario. Si usted fuese mi prisionero y me dijera tan pocas cosas útiles como las que ha estado diciendo hasta ahora, le abriría el abdomen y le estrangularía con sus propios intestinos.
Devers permaneció impasible. Dirigió la mirada al primero de los matones del secretario, y después al otro. Estaban dispuestos, ansiosamente dispuestos, para cualquier contingencia.
El secretario sonrió.
-Ya veo que es un diablo silencioso. Según el general, ni siquiera la sonda psíquica le causó efecto, y esto fue un error por parte de él, pues me conven­ció de que nuestro joven portento militar estaba mintiendo. -Parecía de excelente humor-. Mi hon­rado comerciante -dijo-, yo tengo una sonda psí­quica propia que tal vez sea particularmente adecua­da para usted. ¿Ve esto?
Entre el pulgar y el índice sostuvo con negligen­cia unos rectángulos rosados y amarillos, de intrin­cado diseño, cuya identidad resultaba obvia. Devers así lo expresó.
-Parece dinero -dijo.
-Y lo es; el mejor dinero del Imperio, porque tiene la garantía de mis dominios, que son más ex­tensos que los del propio Emperador. Cien mil cré­ditos. ¡Todos aquí, entre dos dedos! ¡Y son suyos!
-¿A cambio de qué, señor? Soy un buen nego­ciante, pero todos los negocios tienen dos partes. -¿A cambio de qué? ¡De la verdad! ¿Qué persigue el general? ¿Por qué pretende librar esa guerra? Lathan Devers suspiró y se alisó pensativamente la barba.
-¿Qué persigue? -Sus ojos seguían los movimien­tos de las manos del secretario mientras contaba len­tamente el dinero, billete tras billete-. En una pa­labra, el Imperio.
-¡Hum! ¡Qué ordinariez! Al final siempre es lo mismo. Pero ¿cómo? ¿Cuál es el camino que lleva desde el extremo de la Galaxia hasta la cumbre del Imperio?
-La Fundación -dijo Devers con amargura- tie­ne sus secretos. Posee libro,, libros antiguos, tan an­tiguos que su lenguaje sólo es comprendido por unos cuantos hombres importantes. Pero los secretos es­tán envueltos por el ritual y la religión, y nadie puede utilizarlos. Yo lo intenté, y ahora estoy aquí... y allí me espera una sentencia de muerte.
-Comprendo. ¿Y esos antiguos secretos? Vamos, por cien mil créditos merezco que se me den hasta los más íntimos detalles.
-La transmutación de los elementos -dijo Devers con brevedad.
El secretario entrecerró los ojos y perdió algo de su frialdad.
-Tengo entendido que la transmutación práctica es imposible, según las leyes de la atomística.
-En efecto, si se usan fuerzas atómicas. Pero los Antiguos eran muy listos. Existen fuentes de ener­gía más poderosas que los átomos. Si la Fundación usara esas fuentes, como yo sugerí...
Devers sintió una suave e insinuante sensación en el estómago. El anzuelo se balanceaba, el pez lo es­taba rondando. El secretario dijo de repente:
-Continúe. Estoy seguro de que el general sabe todo esto. Pero ¿qué se propone hacer cuando ter­mine esta guerra de opereta?
Devers mantuvo su voz firme como una roca. -Con la transmutación controlará . a economía de todo su Imperio. Los yacimientos de minerales no valdrán nada cuando. Riose pueda obtener tungsteno del aluminio e iridio del hierro. Todo el sistema de producción basado en la escasez de ciertos elementos y la abundancia de otros quedará totalmente supe­rado. Se producirá la mayor catástrofe que jamás haya visto el Imperio, y solamente Riose podrá dete­nerla. Además, está la cuestión de esta nueva energía que he mencionado, cuyo empleo no ocasionará a Riose escrúpulos religiosos. Nada puede detenerle ahora. Tiene a la Fundación cogida por el pescuezo, y cuando haya terminado con ella será Emperador en dos años.
-Conque esas tenemos. -Brodrig esbozó una son­risa-. Iridio del hierro eso dijo usted, ¿no? Voy a confiarle un secreto de estado. ¿Sabía usted que la Fundación ya ha estado en contacto con el general? Devers se puso rígido.
-Parece sorprendido. ¿Por-qué no? Ahora resulta lógico. Le ofrecieron cien toneladas de iridio al año a cambio de la paz. Cien toneladas de hierro conver­tido en iridio en violación de sus principios religiosos para salvar sus vidas. Es justo, pero no me extraña que nuestro incorruptible general rehusara... ¡cuando puede tener el iridio y además el Imperio! Y el po­bre Cleón le llamó su único general honrado. Mi bar­budo comerciante, se ha ganado usted este dinero.
Lo tiró al suelo, y Devers se arrodilló para reco­ger los billetes esparcidos.
El señor Brodrig se detuvo en la puerta y se volvió.
-Recuerde una cosa, comerciante. Mis camaradas armados no tienen oídos, ni lengua, ni educación, ni inteligencia. No pueden oír, ni hablar, ni escribir, ni siquiera ser coherentes con una sonda psíquica. Pero son expertos en ejecuciones muy interesantes. Yo le he comprado a usted por cien mil créditos. Será una mercancía buena y valiosa. Si algún día olvidase que ha sido comprado e intentase... diga­mos... repetir nuestra conversación a Riose, sería eje­cutado. Pero... a mi manera.
Y en aquel rostro delicado aparecieron duras lí­neas de ensañada crueldad que transformaron la es­tudiada sonrisa en una insana mueca de labios rojos. Durante un segundo fugaz, Devers vio al espíritu ma­ligno del espacio que había comprado a su sobor­nador.
En silencio, precedió a los «camaradas» armados de Brodrig hasta su habitación.
A la pregunta de Ducem Barr, respondió con som­bría satisfacción
-No, y ésa es la parte más extraña. El me sobornó a mí.
Dos meses de guerra difícil habían dejado su huella en Bel Riose. Había en él una pesada grave­dad y se encolerizaba fácilmente.
Se dirigió con impaciencia a su incondicional sar­gento Luk:
-Espera fuera, soldado, y conduce a estos hom­bres a sus alojamientos después de que haya habla­do con ellos. Que no entre nadie hasta que yo llame. Nadie, ¿comprendes?
El sargento saludó con rigidez y abandonó la ha­bitación, y Riose desahogó su mal humor juntando los papeles de su mesa, tirándolos al cajón superior y cerrándolo con estrépito.
-Tomen asiento -dijo a los dos hombres-. Ten­go poco tiempo. A decir verdad, no debería estar aquí, pero necesitaba verles
Se volvió hacia Ducem Barr, cuyos largos dedos acariciaban con interés el cubo de cristal que con­tenía la efigie del rostro austero de Su Majestad Im­perial Cleón II.
-En primer lugar, patricio -dijo el general-, su Seldon está perdiendo. No se puede negar que lucha bien, porque esos hombres de la Fundación acuden como insensatas abejas y pelean como de­mentes. Cada planeta es defendido con furor y, una vez conquistado, bulle de tal modo en rebeliones que resulta tan difícil mantenerlo como conquistarlo. Pero los conquistamos y los mantenemos. Su Seldon está perdiendo...
-Aún no ha sido vencido -murmuró cortésmen­te Barr.
-La Fundación no es tan optimista. Me ofrecen millones para que no presente a Seldon la batalla final.
-Así lo aseguran los rumores.
-De modo que los rumores me preceden. ¿Hablan también de la última noticia?
-¿Cuál es la última?
-Pues que el señor Brodrig, el niño mimado del Emperador, es ahora el segundo en el mando por propia petición.
Devers habló por vez primera
-¿Por propia petición, jefe? ¿Cómo es eso? ¿O es que acaso le está resultando simpático ese tipo? -terminó con una risita.
Riose contestó calmosamente:
-No, me temo que no. Pero ha comprado el pues­to a un precio que considero justo.
-¿Cuál es?
-Pidiendo refuerzos al Emperador.
La sonrisa desdeñosa de Devers se acentuó. -Así pues, se ha comunicado con el Emperador. Y supongo, jefe, que ahora está usted esperando esos refuerzos que llegarán cualquier día de éstos. ¿Acierto?
-¡Se equivoca! Ya han llegado. Cinco naves de línea veloces y potentes, con un mensaje personal de felicitación del Emperador y la promesa de más naves, que ya están en camino. ¿Qué ocurre, comer­ciante? -preguntó con sarcasmo.
Devers habló con labios repentinamente rígidos: -¡Nada!
Riose dio la vuelta a la mesa y se detuvo frente al comerciante con la mano apoyada en la culata de su pistola.
-Le he preguntado: ¿qué ocurre, comerciante? La noticia parece haberle trastornado. ¿Seguro que no siente un repentino interés por la Fundación? -Claro que no.
-Sí..., hay en usted cosas muy extrañas. -¿Usted cree, jefe? -Devers sonrió forzadamente y apretó los puños en los bolsillos-. Enumérelas y se las desmentiré.
-Ahí van. Fue capturado fácilmente. Se rindió a la primera ráfaga, con el escudo chamuscado. Está dispuesto a abandonar a su mundo, y ello sin fijar ningún precio. Todo esto es muy interesante, ¿ver­dad?
-Me gusta estar del lado del vencedor, jefe. Soy un hombre sensato; usted mismo lo dijo.
Riose replicó con voz ronca:
-¡Concedido! Sin embargo, desde entonces no ha
sido capturado ningún otro comerciante. Todas las naves comerciales son lo bastante veloces como para escapar cuando se les antoja. Todas las naves comer­ciales tienen una pantalla que les permite salir in­demnes en caso de lucha. Y todos los comerciantes han luchado hasta la muerte si la ocasión lo ha re­querido. Se ha sabido que los comerciantes son los jefes e instigadores de las guerrillas en los planetas ocupados y de las incursiones aéreas en el espacio también ocupado. ¿Acaso es usted el único hombre sensato? No lucha ni se escapa, y se convierte en traidor sin que se lo exijan. Es usted peculiar, asom­brosamente peculiar... yo diría que peligrosamente peculiar.
Devers dijo con voz suave:
-Comprendo lo que quiere decir, pero no tiene nada en qué basarse para efectuar una acusación en mi contra. Ya hace seis meses que estoy aquí, y siempre me he portado bien.
-Así es, y yo le he recompensado con un buen trato. No he tocado su nave y le he dado todas las muestras de consideración posibles. Pero usted me ha fallado. Una información libremente ofrecida so­bre sus juguetes, por ejemplo, hubiera podido resul­tar de utilidad. Los principios atómicos en los que se basan pueden ser utilizados en algunas de las más peligrosas armas de la Fundación. ¿Me equivoco?
-Soy sólo un comerciante -repuso Devers-, y no uno de esos presuntuosos técnicos. Yo vendo la mercancía; no la fabrico.
-Bien, pronto lo veremos. Por esa razón he ve­nido. Por ejemplo, registraremos su nave para saber si lleva un campo de fuerza personal. Usted nunca lo ha llevado; pero todos los soldados de la Funda­ción disponen de él. Será una significativa evidencia encontrar información que usted se niega a facilitar­me. ¿No es así?
No hubo respuesta, así que continuó
-Y habrá evidencia más directa. He traído con­migo la sonda psíquica. No dio resultado la vez an­terior, pero el contacto con el enemigo es una edu­cación liberal.
Su voz era suavemente amenazadora, y Devers sintió el cañón de un arma apretado contra su estómago; el arma del general, que hasta aquel momento había llevado enfundada. El general habló en voz baja:
-Se quitará su pulsera y cualquier otro orna­mento de metal que lleve, y me los dará. ¡Despacio! Los campos atómicos pueden ser distorsionados, y las sondas psíquicas podrían ahondar sólo en campos es­táticos. Eso es. Démelos.
El receptor situado en la mesa del general se iluminó, y una cápsula asomó por la ranura, cerca de donde se encontraba Barr, que seguía acariciando el busto imperial tridimensional.
Riose se colocó detrás de la mesa, con la pistola lanzallamas apuntándoles. Dijo a Barr:
-Usted también, patricio. Su pulsera le condena. Sin embargo, ha sido amable anteriormente y yo no soy vengativo, pero juzgaré el destino de su familia, retenida como rehén, según los resultados de la sonda psíquica.
Mientras Riose se inclinaba para recoger la cáp­sula del mensaje, Barr levantó el busto de cristal de Cleón y, tranquila y metódicamente, lo abatió sobre la cabeza del general.
Ocurrió demasiado aprisa para que Devers se die­se cuenta. Fue como si un repentino demonio se hu­biese encarnado en el anciano.
--¡Fuera! -dijo Barr en un murmullo entre dien­tes-. ¡Rápido! -Cogió el lanzallamas de Riose y se lo ocultó debajo de la camisa.
El sargento Luk se volvió cuando salieron sin ape­nas abrir la puerta. Barr dijo con serenidad: -Condúzcanos, sargento.
Devers cerró la puerta tras de sí.
El sargento Luk les llevó en silencio a su aloja­miento, y entonces, tras de una brevísima pausa, con­tinuó avanzando, pues el cañón de una pistola lanza­llamas le presionaba las costillas, mientras una voz dura murmuraba a su oído:
-A la nave comercial.
Devers se adelantó para abrir la escotilla, y Barro dijo:
-Quédese donde está, Luk. Ha sido usted un hom­bre decente y no vamos a matarle.
Pero el sargento reconoció el monograma de la pistola. Gritó con furia ahogada
-¡Han matado al general!
Con un alarido salvaje e incoherente, se lanzó a ciegas contra la furiosa ráfaga del arma, y se de­rrumbó convertido en una ruina humana.
La nave comercial se elevaba sobre un planeta muerto cuando las señales luminosas empezaron a parpadear contra la cremosa telaraña de la gran lente del firmamento que era la Galaxia, y surgieron otras formas negras. Devers exclamó:
-Agárrese fuerte, Barr, y veamos si tienen alguna nave capaz de competir con mi velocidad.
¡Sabía que no la tenían!
Y una vez en el espacio abierto, la voz del comer­ciante sonó perdida y muerta cuando dijo:
-La información que di a Brodrig era demasiado buena. Me parece que sufrirá la misma suerte del general.
Velozmente se introdujeron en las profundidades de la masa de estrellas que era la Galaxia.



8. HACIA TRANTOR


Devers se inclinó sobre el pequeño globo apagado, esperando un tenue signo de vida. El control direc­cional cribaba lenta y cuidadosamente el espacio con su denso y penetrante haz de señales.
Barr vigilaba pacientemente desde su asiento en la litera baja del rincón. Preguntó:
-¿Ya no hay rastro de ellos?
-¿De los chicos del Imperio? No. -El comercian­te gruñó las palabras con evidente impaciencia­. Hace mucho rato que hemos perdido a los rastrea­dores. ¡El espacio! Con los brincos que hemos dado a través del hiperespacio, es una suerte que no ha­yamos ido a parar a la barriga de algún sol. No podrían habernos seguido aunque hubiesen superado
nuestra velocidad, lo cual, evidentemente, no podían hacer.
Se recostó en el respaldo y se aflojó el cuello con un brusco ademán.
-Ignoro lo que han hecho aquí esos muchachos del Imperio. Creo que algunos de los portillos están desajustados.
-Veo que está intentando llegar a la Fundación. -Estoy llamando a la Asociación, o, al menos, intentándolo.
-¿La Asociación? ¿Quiénes son?
-La Asociación de Comerciantes Independientes. Nunca había oído hablar de ellos, ¿verdad? Bueno, no es usted el único. Aún no nos hemos dado a co­nocer.
El silencio reinó durante un rato, centrado en el mudo indicador de recepción, hasta que Barr pre­guntó:
-¿Estamos ya a su alcance?
-No lo sé. Tengo sólo una ligera idea de dónde nos hallamos, por cálculo aproximado. Por eso me veo obligado a usar el control de dirección. Podría­mos tardar años.
-¿En serio?
Barr hizo una seña y Devers dio un salto y se ajustó los audífonos. Había una diminuta y luminosa blancura en la pequeña esfera opaca.
Durante media hora, Devers se ocupó del frágil hilo de comunicación que atravesaba el hiperespa­cio para conectar dos puntos que la luz tardaría qui­nientos años en enlazar.
Al final se recostó, perdida la esperanza. Levantó la vista y se quitó los audífonos.
-Comamos, doctor. Hay una ducha que puede usar si le apetece, pero tenga cuidado con el agua caliente.
Se puso en cuclillas ante uno de los armarios que cubrían una pared y rebuscó entre su contenido. -Espero que no sea vegetariano.
-Como de todo -repuso Barr-. Pero ¿qué hay de la Asociación? ¿Los ha perdido?
-Así parece. Era un alcance máximo, algo exce­sivo. Pero no importa; recibí lo esencial.
Se enderezó y colocó sobre la mesa dos recipien­tes de metal.
-Espere cinco minutos, doctor, y entonces ábralo oprimiendo el contacto. Aparecerá un plato, tenedor y comida; muy cómodo cuando se tiene prisa, si no le interesan mucho los detalles como las servilletas. Supongo que querrá saber lo que me ha comunica­do la Asociación.
-Sí, si no es un secreto. Devers meneó la cabeza. -Para usted, no. Lo que dijo Riose era cierto. -¿Sobre el ofrecimiento de un tributo?
-Sí. Lo ofrecieron, y se lo rechazaron. Las cosas van mal. Se pelea en los soles exteriores de Loris. -¿Loris está cerca de la Fundación?
-¿Cómo? ¡Oh!, no sabría decírselo. Es uno de los Cuatro Reinos originales. Podría definirlo como «parte de la línea interior de defensa». Eso no es lo peor. Se han enfrentado a naves de tamaño inusi­tado, lo cual significa que Riose no estaba exage­rando. Es cierto que ha recibido más naves. Brodrig ha cambiado de bando, y yo he armado un buen lío.
Sus ojos expresaban temor cuando juntó los dos puntos de contacto del recipiente y contempló cómo se abría. El guisado despidió un aroma que invadió toda la cámara. Ducem Barr ya estaba comiendo.
-Así pues, se acabaron las improvisaciones -dijo Barr-. Aquí no podemos hacer nada; no podemos cruzar las líneas imperiales para volver a la Funda­ción; no podemos hacer otra cosa que ser sensatos y esperar pacientemente. Sin embargo, si Riose ha llegado a la línea interior, la espera no será dema­siado larga.
Devers dejó el tenedor.
-¿Esperar? -gruñó, enfurecido-. Eso estará bien para usted, que no tiene nada en juego.
-¿Ah, no? -sonrió Barr.
-No. Voy a explicárselo. -La irritación de De­vers se hizo evidente-. Estoy harto de mirar todo este asunto bajo la lente del microscopio como si fuese un objeto interesante. Allí tengo amigos que se están muriendo; y un mundo, mi hogar, que también se muere. Usted es un extraño; no sabe nada de esto.
-He visto morir a amigos míos. -Las manos del anciano estaban inmóviles sobre sus piernas, y tenía los ojos cerrados-. ¿Está usted casado?
-Los comerciantes no se casan -repuso Devers. -Pues yo tengo dos hijos y un sobrino. Han sido advertidos, pero, por algunas razones, no han podido hacer nada. Nuestra huida significa su muerte. Es­pero que mi hija y mis dos nietos hayan podido abandonar el planeta antes de esto; pero, incluso ex­cluyéndolos, yo he arriesgado y perdido más que usted.
Devers replicó con crueldad:
-Lo sé, pero ha sido un caso de elección. Podría haberse quedado con Riose. Yo no le he pedido... Barr negó con la cabeza.
-No ha sido un caso de elección, Devers. Des­cargue su conciencia; no he arriesgado a mis hijos por usted. Cooperé con Riose todo el tiempo que pude. Pero estaba la sonda psíquica.
El patricio siwenniano abrió los ojos; el dolor se reflejaba en ellos.
-Riose fue a verme en cierta ocasión, hace apro­ximadamente un año. Habló de un culto centrado en los magos, pero no adivinó la verdad. No es real­mente un culto. Verá ya hace cuarenta años que Siwenna está bajo el insoportable yugo que ahora amenaza a su mundo. Han sido sofocadas cinco re­beliones. Entonces yo descubrí los viejos archivos de Hari Seldon, y ahora este «culto» está esperando. Espera la llegada de los «magos», y se halla dispues­to para ese día. Mis hijos son jefes de los que es­peran. Este es el secreto que guardo en mi mente y que la sonda no debe tocar jamás. Por esta razón han de morir como rehenes; porque la alternativa es su muerte como rebeldes, y con ellos la muerte de medio Siwenna. Como ve, ¡no tenía elección! Y no soy ningún extraño.
Devers bajó la mirada, y Barr continuó suave­mente:
-Las esperanzas de Siwenna dependen de la vic­toria de la Fundación. Por esa victoria se sacrifican mis hijos. Y Hari Seldon no predice la inevitable salvación de Siwenna como predice la de la Fundación. No poseo ninguna seguridad sobre mi pueblo... sólo esperanza.
-Pero así y todo está dispuesto a esperar. Incluso con la Flota imperial en Loris.
-Esperaría con la misma serenidad -declaró sen­cillamente Barr- si hubiesen aterrizado en el propio planeta Términus.
El comerciante frunció el ceño mientras las dudas se agolpaban en su mente.
-No sé. No puede suceder realmente así, como por arte de magia. Psicohistoria o no, son terrible­mente fuertes, y nosotros somos débiles. ¿Qué puede hacer Seldon en esto?
-No hay nada que hacer. Todo está hecho, y aho­ra se está realizando. El hecho de que usted no oiga girar las ruedas ni sonar los tambores no significa que sea menos seguro.
-Tal vez; pero en estos momentos me sentiría más a gusto si de verdad hubiese destrozado el crá­neo de Riose. El es un enemigo mayor que todo su ejército.
-¿Destrozar su cráneo? ¿Con Brodrig en el man­do? -El rostro de Barr se contrajo por el odio-. Todo Siwenna hubiera sido mi rehén. Brodrig ya ha demostrado de lo que es capaz. Existe un mundo que hace tan sólo cinco años perdió a un hombre de cada diez por el mero hecho de no pagar sus im­puestos. Brodrig era el recaudador. No, Riose puede vivir. Sus castigos son caricias comparados con los de Brodrig.
-Pero seis meses, seis meses en la base enemiga, y no hemos conseguido nada. -Las fuertes manos de Devers se juntaron con tanta fuerza que sus nu­dillos crujieron-. ¡No hemos conseguido nada!
-De acuerdo, pero espere. Ahora recuerdo... -Barr rebuscó en su bolsa-. Quizá le sirva esto. -Y puso sobre la mesa la pequeña esfera de metal. Devers la agarró.
-¿Qué es?
-La cápsula del mensaje que Riose recibió antes de que yo le golpeara. ¿No cree que tal vez ya haya­mos conseguido algo?
-Lo ignoro. ¡Depende de su contenido! -Devers se sentó y dio vueltas a la esfera cuidadosamente. Cuando Barr salió de la ducha fría y se colocó, con agrado, bajo la cálida corriente del secador de aire, encontró a Devers, silencioso y absorto, en el banco de trabajo.
El siwenniano se dio rítmicas palmadas en el cuerpo y habló en voz alta para hacerse oír:
-¿Qué hace?
Devers levantó la vista. Gotas de sudor perlaban su frente.
-Voy a abrir esta cápsula.
-¿Podrá abrirla sin la característica personal de Riose? -Había un acento de sorpresa en la voz del siwenniano.
-Si no puedo hacerlo, me daré de baja de la Aso­ciación y no pilotaré una nave por el resto de mi vida. Ya tengo un triple análisis electrónico del in­terior, y poseo unos pequeños utensilios de los cua­les el Imperio no ha oído hablar jamás, fabricados especialmente para cápsulas de mensajes. Verá, he sido ladrón anteriormente. Un comerciante ha de ser un poco de todo...
Se inclinó sobre la pequeña esfera, y con un ins­trumento plano la tanteó delicadamente, levantando chispas rojas a cada leve contacto. Dijo:
-Esta cápsula muestra un trabajo muy basto; los muchachos del Imperio no sirven para cosas de­licadas, se ve en seguida. ¿Ha visto alguna vez una cápsula de la Fundación? Para empezar, su tamaño es la mitad del de ésta, y es impenetrable al aná­lisis electrónico.
De repente se quedó rígido; los músculos de sus hombros se contrajeron visiblemente bajo la túnica. Su diminuta sonda presionó ligeramente...
Salió sin ruido, pero Devers se relajó y suspiró. En su mano estaba la brillante esfera con el men­saje desenrollado como una lengua de pergamino.
-Es de Brodrig -dijo. Y luego, con desprecio-: El mensaje es permanente. En una cápsula de la Fundación el mensaje se transformaría en gas al cabo de un minuto.
Pero Ducem Barr le hizo callar con un ademán. Leyó rápidamente el mensaje:
De: Ammel Brodrig, enviado extraordinario de Su Majestad Imperial, secretario privado del Consejo y Par del Reino.
A: Bel Riose, gobernador militar de Siwenna, ge­neral de las Fuerzas Imperiales y Par del Reino. Le saludo.
El planeta 1.120 ya no resiste. Los planes de ofen­siva continúan según fueron concebidos. El enemigo se debilita visiblemente y los objetivos finales serán alcanzados con seguridad.
Barr levantó la cabeza y exclamó amargamente: -¡Idiota! ¡Maldito imbécil! ¿A eso llama un men­saje?
-¿Cómo? -dijo Devers, vagamente decepcionado. -No dice nada -recalcó Barr-. Nuestro peloti­llero cortesano está jugando a general. Sin la pre­sencia de Riose, es comandante en jefe, y ha de des­ahogar sus pobres ánimos con pomposos informes sobre situaciones militares que no entiende en abso­luto. «Tal y tal planeta ya no resiste.» «La ofensiva continúa.» «El enemigo se debilita.» ¡El pavo real sin cerebro!
-Bueno, bueno, espere un minuto. Lea despacio. -Tírelo. -El anciano se apartó, exasperado-. La Galaxia sabe que no esperaba algo de importancia abrumadora, pero en tiempos de guerra es razonable suponer que incluso la orden más rutinaria puede dificultar los movimientos de tropas y causar com­plicaciones ulteriores si no se cumple. Por eso me llevé la cápsula. Pero ¡esto! Hubiera sido mejor de­jarla. Así habría hecho perder a Riose un minuto de su tiempo, que ahora puede utilizar con fines más constructivos.
Devers se había levantado.
-¿Quiere seguir leyendo y parar de bailotear? Por el amor de Seldon... -Colocó el mensaje bajo la nariz de Barr-. Vamos, léalo de nuevo. ¿A qué se refiere con lo de «objetivos finales»?
-A la conquista de la Fundación. ¿Por qué? -¿Usted cree? Tal vez se refiere a la conquista
del Imperio. Usted sabe que él lo considera el objetivo final.
-¿Y qué si es así?
-¡Si es así! -La torcida sonrisa de Devers se perdió entre su barba-. Vamos, preste atención y se lo diré.
Con un dedo volvió a introducir en la ranura la diminuta hoja de pergamino ricamente adornada con el monograma. Desapareció con un ligerísimo ruido, y el globo volvió a ser liso y entero. En algún lugar del interior se ajustaron las engrasadas ruedecillas de sus controles al encajar con movimientos pre­cisos.
-Veamos, ¿verdad que no hay un sistema que permita abrir esta cápsula sin conocer la caracterís­tica personal de Riose?
-Para el Imperio, no -repuso Barr.
-Entonces, la evidencia que contiene es descono­cida para nosotros y absolutamente auténtica. -Para el Imperio, sí -dijo Barr.
-Y el Emperador puede abrirla, ¿verdad? Las ca­racterísticas personales de los funcionarios del Go­bierno deben figurar en el archivo. Están en la Fun­dación.
-Y también en la capital imperial -convino Barr. -Entonces, si usted, un patricio siwenniano y Par del Reino, dice a ese Cleón, a ese Emperador, que su loro favorito y su más brillante general se aso­cian para derrocarle, y le entrega la cápsula como prueba, ¿cuáles cree que serán, en su opinión, los «objetivos finales» de Brodrig?
Barr se sentó, pues se notaba débil.
-Espere, no puedo seguirle. -Se pasó la mano por la delgada mejilla y añadió-: No está hablando en serio, ¿verdad?
-Claro que sí. -Devers estaba excitado-. Escu­che: nueve de los diez últimos emperadores fueron degollados o sus entrañas saltaron por obra de al­guno de sus generales que tenía grandes ideas en la cabeza. Usted mismo me lo ha contado más de una vez. El bueno del Emperador nos creería tan aprisa que a Riose le daría vueltas la cabeza.
Barr murmuró débilmente:
-Así que habla en serio. Por la Galaxia, hombre,
no pretenda resolver una crisis de Seldon con un plan tan fantástico, complicado y poco práctico como éste. Suponga que nunca se hubiese apoderado de la cápsula. Suponga que Brodrig no hubiera utilizado la palabra «final». Seldon no depende del azar.
-Si el azar nos sale al encuentro, no hay ley que diga que Seldon no debe aprovecharlo.
-Desde luego. Pero... -Barr se interrumpió, y después habló con calma, conteniéndose visiblemen­te-. Escuche: en primer lugar, ¿cómo llegará al pla­neta Trántor? Ignora su localización en el espacio y yo no recuerdo las coordenadas, y menos aún las efemérides. Ni siquiera sabe nuestra propia posición en el espacio.
-En el espacio es imposible perderse -sonrió Devers, que ya estaba a los controles-. Bajaremos al planeta más próximo y volveremos con las mejores cartas de navegación que puedan comprar los cien mil créditos de Brodrig.
-Y con una ráfaga en la barriga. Nuestra descrip­ción personal ya habrá llegado a todos los planetas de esta parte del Imperio.
-Escuche, doctor -dijo pacientemente Devers-, no sea un aguafiestas. Riose cree que mi nave se rindió con demasiada facilidad y, hermano, no estaba bromeando. Esta nave tiene suficiente potencia y ener­gía como para escapar de todo lo que encontremos a este lado de la frontera. Y además tenemos escu­dos personales. Los muchachos del Imperio no los encontraron, simplemente porque era imposible.
-Muy bien -dijo Barr-, muy bien. Imaginemos que estamos en Trántor. ¿Cómo conseguirá ver al Emperador? ¿Cree usted que tiene horas de oficina?
-Esto ya lo pensaremos cuando estemos en Trán­tor -replicó Devers.
Y Barr murmuró con impotencia
-De acuerdo. Hace medio siglo que deseo ver Trántor y no quiero morir sin haberlo hecho. Ade­lante con su plan.
Devers conectó el motor hiperatómico. Las luces relampaguearon y se produjo una ligera sacudida interior que marcó el cambio al hiperespacio.


9. EN TRANTOR


Las estrellas eran tan numerosas como la mala hierba en un campo abandonado y, por primera vez, Lathan Devers encontró que los números situados a la derecha de la coma decimal eran de primordial importancia para calcular las órbitas a través de las hiperregiones. Existía cierta sensación de claustrofo­bia en la necesidad de dar saltos no superiores a un año luz, y una tremenda dureza en un firmamento que resplandecía ininterrumpidamente en todas di­recciones. Era como estar perdido en un mar de radiación.
Y en el centro de un núcleo de diez mil estre­llas, cuya luz rasgaba la oscuridad circundante, gi­raba el enorme planeta imperial, Trántor.
Pero era más que un planeta; era el latido vivo de un imperio de veinte millones de sistemas este­lares. Tenía una sola función: la administración; un solo propósito; el gobierno; y un solo producto ma­nufacturado: la ley.
El mundo entero era una distorsión funcional. No había en su superficie otros objetos vivos que el hombre, sus animales domésticos y sus parásitos. No podía encontrarse ni una brizna de hierba ni un trozo de suelo sin cubrir fuera de los doscientos kilómetros cuadrados que ocupaba el Palacio Impe­rial. Fuera del recinto de Palacio no existía más agua que la contenida en las vastas cisternas subterráneas que suministraban el líquido elemento a todo un mundo.
El lustroso, indestructible e incorruptible mate­rial que constituía la lisa superficie del planeta era el cimiento de las enormes estructuras de metal que abarrotaban Trántor. Estas estructuras estaban co­nectadas por aceras, unidas por corredores, divididas en oficinas, ocupadas en su parte inferior por inmen­sos centros de venta al por menor que cubrían kilómetros cuadrados, y en su parte superior por el centelleante mundo de las diversiones, que cobraba vida todas las noches.
Era posible dar la vuelta al mundo de Trántor sin abandonar este único edificio conglomerado ni ver la ciudad.
Una flota de naves superior en número a todas las flotillas de guerra del Imperio descargaba diaria­mente en Trántor toda clase de mercancías para alimentar a los cuarenta mil millones de seres huma­nos que sólo daban a cambio el cumplimiento de la necesidad de desenredar las miríadas de hilos que convergían en la administración central del Gobierno más complejo que la humanidad conociera jamás.
Veinte mundos agrícolas eran el granero de Trán­tor. Un universo era su servidor...
Fuertemente sostenida a ambos lados por enor­mes brazos de metal, la nave comercial fue suave­mente colocada en la gigantesca rampa que conducía al hangar. Devers había encontrado el camino a tra­vés de las múltiples complicaciones de un mundo concebido sobre el papel y dedicado al principio del «cuestionario por cuadriplicado..
Hicieron el alto preliminar en el espacio, donde llenaron el primero de un centenar de cuestionarios. Hubo cien interrogatorios, la aplicación rutinaria de una sonda sencilla, la toma de fotografías de la nave, el análisis de características de los dos hombres y su subsiguiente registro, la búsqueda de contrabando, el pago del impuesto de entrada y, finalmente, la cuestión de las tarjetas de identidad y el visado de estancia.
Ducem Barr era siwenniano y súbdito del Empe­rador, pero Lathan Devers era un desconocido, sin los documentos necesarios. El funcionario que les atendió estaba abrumado por aquella extraña situa­ción, pero Devers no podía entrar. De hecho, tendrían que retenerle para la investigación oficial.
De alguna parte brotaron cien créditos en billetes nuevos y flamantes, garantizados por los dominios de Brodrig. El funcionario se. encogió visiblemente, y su estado de agobio disminuyó. Apareció un nuevo impreso procedente del casillero adecuado. Fue rellenado rápida y eficientemente, y la característica de Devers quedó estampada en él.
Los dos hombres entraron en Trántor.
En el hangar, la nave comercial fue registrada, fotografiada, anotada en el archivo; su contenido in­ventariado, copiadas las tarjetas de identidad de los pasajeros y se pagó por ella el impuesto requerido contra entrega de un recibo.
Y entonces Devers se encontró bajo el brillante y blanco sol, en una terraza donde había mujeres que charlaban, niños que gritaban y hombres que sor­bían lánguidamente sus bebidas y escuchaban las no­ticias del Imperio emitidas por gigantescos televi­sores.
Barr pagó por un periódico las monedas de iridio que le pidieron. Era el Noticias Imperiales de Trán­tor, órgano oficial del Gobierno. En la trastienda de la editorial sonaba el ruido de las máquinas que im­primían ediciones extraordinarias, impulsadas desde las oficinas del Noticias Imperiales, situadas a dieci­séis mil kilómetros por corredor -a nueve mil por avión-, del mismo modo que se imprimían simul­táneamente diez millones de ejemplares en las res­tantes editoriales del planeta.
Barr echó una mirada a los titulares y dijo en voz baja:
-¿Por dónde empezamos?
Devers intentó sacudirse la depresión que le em­bargaba. Se hallaba en un universo muy alejado del suyo, en un mundo que le abrumaba con su comple­jidad, entre gentes que hacían y decían cosas casi in­comprensibles para él. Las relucientes torres metá­licas que le rodeaban y continuaban hasta el hori­zonte en una interminable multiplicidad, le opri­mían; la vida atareada e indiferente de la gigantesca metrópoli le sumía en una terrible sensación de ais­lamiento e insignificancia.
-Eso se lo dejo a usted, doctor -contestó.
Barr estaba tranquilo. Comentó en un murmullo: -Intenté decírselo, pero es difícil de creer si no lo ve uno mismo. Ya lo sé. ¿Adivina cuántas perso­nas quieren ver diariamente al Emperador? Alrededor de un millón. ¿Sabe a cuántas recibe? A unas diez. Tendremos que tantear al servicio civil, y eso dificulta las cosas. Pero no podemos arriesgarnos a tra­tar con la aristocracia.
-Tenemos casi cien mil créditos...
-Un solo Par del Reino nos costaría eso, y nece­sitaríamos al menos tres o cuatro para llegar hasta el Emperador. Tal vez debamos acudir a cincuenta comisionados y supervisores, pero sólo nos costarán unos cien créditos cada uno. Yo seré quien hable. En primer lugar, no entenderían su acento, y, en segun­do lugar, usted no conoce la etiqueta del soborno imperial. Es todo un arte, se lo aseguro. ¡Ah!
La tercera página del Noticias Imperiales traía lo que buscaba, y pasó el periódico a Devers.
Devers leyó con lentitud. El vocabulario era ex­traño, pero lo comprendió. Levantó la vista y sus ojos delataron lo preocupado que estaba. Golpeó furiosamente la página con el dorso de la mano. -¿Cree que podemos fiarnos de esto?
-Dentro de ciertos límites -repuso Barr con cal­ma-. Es muy improbable que hayan destruido la Flota de la Fundación. Seguramente ya han dado esta noticia varias veces, si usan la acostumbrada técnica de deducir las cosas desde una capital muy alejada del campo de batalla. Sin embargo, significa que Riose ha ganado otra contienda, lo cual no sería de extrañar. Dicen que ha conquistado Loris. ¿No se trata del planeta-capital del reino de Loris?
-Sí -contestó Devers-, o de lo que era el reino de Loris. Y no está ni a veinte parsecs de la Fundación. Doctor, hemos de trabajar muy rápido.
Barr se encogió de hombros.
-No se puede ir de prisa en Trántor. Si lo in­tenta, lo más probable es que acabe frente al cañón de un lanzarrayos atómico.
-¿Cuánto tiempo necesitaremos?
-Un mes, si tenemos suerte. Un mes y nuestros cien mil créditos..., si es que son suficientes. Y eso suponiendo que al Emperador no se le ocurra via­jar a los Planetas Estivales, donde no recibe a ningún peticionario.
-Pero la Fundación...
-...Tendrá cuidado de sí misma, como hasta aho­ra. Vamos, habrá que pensar en la cena. Estoy hambriento. Después, la noche es nuestra, y será mejor que la disfrutemos. Nunca más veremos Trántor o un mundo similar, recuérdelo.
El delegado de las Provincias Exteriores abrió con impotencia sus regordetas manos y contempló a los solicitantes a través de unas gafas que no disi­mulaban su elevado grado de miopía.
-Pero es que el Emperador está indispuesto, ca­balleros. Es realmente inútil llevar este asunto a mi superior. Hace una semana que Su Majestad Impe­rial no concede audiencias.
-A nosotros nos recibirá -dijo Barr, fingiendo una total confianza-. Sólo se trata de ver a un miem­bro del personal del secretario privado.
-Imposible -dijo categóricamente el delegado-. Intentarlo me costaría el puesto. Ahora bien, si pue­den ser más explícitos en relación con la naturaleza de su gestión, estoy dispuesto a ayudarles, pero, com­préndanlo, necesito algo más concreto, algo que pue­da presentar a mi superior como una razón de suficiente importancia como para llevar el asunto adelante.
-Si mi gestión pudiera ser sometida a alguna autoridad inferior -sugirió Barr con suavidad-, no sería tan importante como para pedir audiencia a Su Majestad Imperial. Le propongo que se arriesgue. Puedo decirle que si Su Majestad Imperial concede a nuestro asunto la importancia que nosotros le ga­rantizamos que tiene, usted recibirá los honores que sin duda merecerá si nos ayuda ahora.
-Sí, pero... -y el delegado se encogió de hombros.
-Es un riesgo -convino Barr-, pero, como es natural, todo riesgo tiene sus compensaciones. Le estamos pidiendo un gran favor, pero ya nos senti­mos extremadamente agradecidos por su bondad al concedernos la oportunidad de explicarle nuestro problema. Si nos permite expresar nuestra gratitud mo­destamente...
Devers frunció el ceño. Durante el mes anterior había oído este mismo discurso, con ligeras varia­ciones, lo menos veinte veces. Terminaba siempre
con la rápida aparición del oculto fajo de billetes. Pero esta vez el epílogo fue diferente. Por regla ge­neral los billetes desaparecían inmediatamente, pero en aquella ocasión permanecieron a la vista mientras el delegado los contaba con lentitud, al tiempo que los inspeccionaba por ambos lados. En su voz se advirtió un pequeño cambio
-Garantizados por el secretario privado, ¿eh? ¡Buen dinero!
-Volviendo al tema... -acosó Barr.
-No, espere -le interrumpió el delegado-, lo reanudaremos poco a poco. Estoy muy interesado en la naturaleza de su gestión. Este dinero es nuevo, y deben de tener mucho, pues se me ocurre que ya han visto a otros funcionarios antes que a mí. Vea­mos, ¿de qué se trata?
-No comprendo adónde quiere ir a parar -dijo Barr.
-Pues verá, podría probarse que están ustedes en el planeta ilegalmente, puesto que las tarjetas de identificación y entrada de su silencioso amigo son realmente inadecuadas. No es súbdito del Emperador. -Niego esta afirmación.
-¡No importa lo que usted haga! -dijo el dele­gado con repentina brusquedad-. El funcionario que firmó las tarjetas por la suma de cien créditos ha confesado, bajo presión, y sabemos más de lo que ustedes creen.
-Si está insinuando, señor, que la suma que le hemos rogado que acepte es insuficiente frente a los riesgos...
El delegado sonrió.
-Por el contrario, es más que suficiente. -Echó los billetes a un lado-. Volviendo a lo que decía, el propio Emperador está interesado en su caso. ¿No es cierto, señores, que hace poco fueron hués­pedes del general Riose? ¿No es cierto también que han escapado de las manos de su ejército con asom­brosa facilidad? ¿No es cierto además que poseen una fortuna en billetes garantizados por los dominios del señor Brodrig? En suma, ¿no es cierto que son un par de espías y asesinos enviados aquí para...? Bien, ¡usted mismo nos dirá quién les pagó y por qué!
-¿Sabe una cosa? -dijo Barr con ira conteni­da-. Niego el derecho de acusarnos de crímenes a un insignificante funcionario. Nos vamos.
-No se irán. -El delegado se levantó, visible­mente transformado-. No es necesario que contes­ten a ninguna pregunta ahora; lo reservaremos para otro momento más indicado. Yo no soy un delegado; soy un teniente de la policía imperial. Están arres­tados.
Empuñaba un reluciente lanzarrayos cuando son­rió y dijo:
-Hoy hemos detenido a hombres más importan­tes que ustedes. Estamos desarticulando una red de espionaje.
Devers sonrió entre dientes y llevó la mano len­tamente a su propia pistola. El teniente de policía amplió su sonrisa y pulsó los contactos. El rayo chocó contra el pecho de Devers con precisión des­tructora, pero rebotó inofensivamente en su escudo personal, convirtiéndose en chispeantes partículas de luz.
Devers disparó a su vez, y la cabeza del teniente rodó por el suelo al quedar separada del tronco que iba desapareciendo tras el impacto del disparo. Aún sonreía cuando pasó por un haz de luz solar que en­traba a través del reciente agujero practicado en la pared.
Se marcharon por la puerta trasera. Devers dijo roncamente:
-De prisa, a la nave. Darán la alarma rápida­mente. -Profirió una maldición ahogada-. Otro plan que ha fracasado. Juraría que el propio espíritu ma­ligno del espacio está contra mí.
Una vez en el exterior se dieron cuenta de que una gran muchedumbre rodeaba los enormes televi­sores. No tenían tiempo para esperar; no hicieron caso de los gritos estentóreos que llegaban de modo intermitente a sus oídos. Pero Barr agarró un ejem­plar del Noticias Imperiales antes de precipitarse al gigantesco hangar, donde la nave emergió rápidamen­te desde una cavidad perforada en la pared de metal. -¿Podrá escapar de ellos? -preguntó Barr.
Diez naves de la policía de tráfico persiguieron salvajemente al aparato fugitivo que había salido en
forma correcta, controlado por radar, y quebranta­do después todas las leyes de velocidad existentes. Detrás de la policía, veloces naves del servicio se­creto despegaron en persecución de un aparato, cui­dadosamente descrito, tripulado por dos asesinos ple­namente identificados.
-Fíjese en mí -dijo Devers, cambiando salvaje­mente al hiperespacio, a tres mil kilómetros sobre la superficie de Trántor.
El cambio, tan cerca de una masa planetaria, dejó inconsciente a Barr y produjo un terrible dolor a Devers, pero, unos años luz más allá, el espacio que se abría sobre sus cabezas estaba desierto.
El orgullo de Devers por su nave no pudo ser contenido. Exclamó
-No existe una sola nave imperial capaz de se­guirme. -Y añadió con amargura-: Pero no tene­mos un lugar a donde ir, y nos es imposible luchar contra ellos. ¿Qué podemos hacer? ¿Quién puede ha­cer algo efectivo?
Barr se movió ligeramente en su litera. El efecto del hipercambio aún no había pasado, y le dolían todos los músculos. Dijo:
-Nadie tiene que hacer nada. Todo ha terminado. ¡Mire!
Alargó a Devers el ejemplar del Noticias Impe­riales, y los titulares fueron suficientes para el co­merciante.
-Llamados a Trántor y arrestados... Riose y Bro­drig -murmuró Devers, mirando inquisitivamente a Barr-. ¿Por qué?
-El artículo no lo dice, pero ¿qué importa? La guerra con la Fundación ha terminado y, en estos momentos, Siwenna está en plena revuelta. Lea el artículo y se enterará. -Su voz se debilitaba-. Nos detendremos en alguna de las provincias y sabremos más detalles. Si no le importa, voy a echar un sueñecito.
Y así lo hizo.
A saltos de creciente magnitud, la nave comer­cial cruzaba vertiginosamente la Galaxia de vuelta a la Fundación.


10. TERMINA LA GUERRA


Lathan Devers se sentía incómodo en extremo y vagamente resentido. Había recibido su condecora­ción y soportado con estoicismo la ampulosa orato­ria del alcalde durante la ceremonia en la que le impusieron la cinta carmesí. Con aquello se terminó su parte en las celebraciones, pero, naturalmente, las formalidades oficiales le obligaban a quedarse. Y fueron sobre todo estas formalidades -del tipo que no le permitía bostezar a sus anchas o colocar có­modamente el pie en el asiento de una silla- lo que le hizo desear encontrarse de nuevo en el espa­cio, al que en realidad pertenecía.
La delegación siwenniana, con Ducem Barr como miembro heroico, firmó la Convención, y Siwenna se convirtió en la primera provincia que pasaba di­rectamente del gobierno político del Imperio al go­bierno económico de la Fundación.
Cinco naves de línea imperiales -capturadas cuan­do Siwenna se rebeló tras las líneas de la Flota fron­teriza del Imperio- brillaban enormes y macizas sobre sus cabezas, enviando un ruidoso saludo a su paso por la ciudad.
Ahora ya no quedaba más que la bebida, la eti­queta y la charla inconsecuente...
Oyó una voz que le llamaba. Era Forell, el hom­bre, pensó fríamente Devers, que podía comprar a veinte como él con los beneficios de una sola ma­ñana, pero un Forell que ahora le hacía señas con amable condescendencia.
Salió al balcón, donde soplaba el viento fresco de la noche, y se inclinó cortésmente, aunque con el ceño fruncido. Barr también se encontraba allí, son­riente. Le dijo:
-Devers, tiene que venir a defenderme. Me están acusando de modestia, un horrible crimen totalmen­te antinatural.
-Devers -le interpeló Forell, quitándose el ciga­rro de la boca-, el señor Barr pretende que el viaje de ustedes a la capital de Cleón no tuvo nada que ver con la destitución de Riose.
-Nada en absoluto -fue la breve respuesta de Devers-. No pudimos ver al Emperador. Los infor­mes que obtuvimos durante nuestro regreso, a pro­pósito del juicio, eran pura invención. Corrían rumo­res de que el general fue acusado ante el tribunal de intereses subversivos.
-¿Y era inocente?
-¿Riose? -intervino Barr-. ¡Sí! ¡Por la Galaxia, sí! Brodrig fue un traidor en términos generales, pero era inocente de los cargos específicos de que fue acu­sado. Fue una farsa judicial, pero necesaria, previsi­ble e inevitable.
-Supongo que psicohistóricamente necesaria -re­calcó Forell de forma sonora, con el acento humorís­tico de una larga familiaridad.
-Exacto. -Barr retornó a la seriedad-. No me di cuenta antes, pero cuando todo terminó y pude..., bueno, leer las respuestas en el libro, el problema apareció en toda su sencillez. Ahora podemos ver que el trasfondo social del Imperio inicia guerras de conquista que son imposibles para él. Bajo empera­dores débiles cae en poder de generales que compiten entre sí por un trono moribundo y sin valor. Bajo emperadores fuertes, el Imperio se sume en una pa­rálisis en la que la desintegración cesa en apariencia por el momento, pero sólo a costa de toda posible evolución.
Forell gruñó entre dos bocanadas:
-No se expresa usted con claridad, señor Barr. Barr sonrió lentamente.
-Supongo que no. Es la dificultad de no estar familiarizado con la psicohistoria. Las palabras son pobres sustitutos de las ecuaciones matemáticas. Pero, veamos...
Barr se quedó pensativo, mientras Forell se apo­yaba en la barandilla y Devers miraba el firmamento aterciopelado y pensaba con extrañeza en Trántor. Entonces Barr prosiguió:
-Verá, señor; usted y Devers, y sin duda todo el mundo, tenían la idea de que derrotar al Imperio significaba ante todo desunir al Emperador y a su ge­neral. Usted y Devers, y todo el mundo, estaban en lo cierto, de acuerdo con el principio de la desunión interna. Sin embargo, se equivocaban al pensar que esta división interna podía provocarse mediante actos individuales, inspiraciones del momento. Intentaron ustedes el soborno y las mentiras. Apelaron a la am­bición y al temor. Pero sus esfuerzos fueron vanos. De hecho, las apariencias eran peores tras cada ten­tativa. Y mientras se producían todas estas pequeñas oleadas, la marea-de Seldon continuaba avanzando, en silencio, pero irresistiblemente.
Ducem Barr se volvió y contempló las luces de una ciudad en fiesta. Añadió:
-Una mano muerta nos empujaba a todos, al po­deroso general y al gran Emperador, a mi mundo y al mundo de ustedes: la mano muerta de Hari Seldon. El sabía que un hombre como Riose tenia que fracasar, ya que su mismo éxito provocaba el fracaso, y cuanto mayor fuese el éxito, mayor sería el fracaso.
Forell observó secamente:
-No puedo decir que se esté explicando con ma­yor claridad.
-Un momento -continuó Barr con énfasis-. Pien­se en la situación. Es evidente que un general débil nunca nos hubiera puesto en peligro. Tampoco lo hubiera hecho un general fuerte durante el reinado de un emperador débil, porque hubiera dirigido sus armas hacia un blanco mucho más provechoso. Los acontecimientos han demostrado que las tres cuartas partes de los emperadores de los dos últimos siglos fueron generales y virreyes rebeldes antes de ser tales emperadores. Así pues, sólo la combinación de un emperador fuerte y un general fuerte puede per­judicar a la Fundación; porque un emperador fuerte no puede ser destronado fácilmente, y un general fuerte se ve obligado a dirigir su atención hacia fuera, más allá de las fronteras. Pero ¿qué es lo que mantiene fuerte a un emperador? ¿Por qué era fuer­te Cleón? Es evidente: era fuerte porque no toleraba súbditos fuertes. Un cortesano que se enriquece de­masiado y un general demasiado popular son peligro­sos. Toda la historia reciente del Imperio prueba
estos hechos a un emperador que sea lo bastante inte­ligente como para ser fuerte. Riose obtuvo victorias, y por ello el Emperador concibió sospechas. Todo el ambiente de los tiempos le obligaba a ser suspicaz. ¿Riose rechazó un soborno? Muy sospechoso; habría ` motivos ocultos. ¿Su cortesano de mayor confianza se inclinaba repentinamente a favor de Riose? Muy sospechoso; habría motivos ocultos. Lo sospechoso no eran los actos individuales; cualquier otra cosa lo hubiera sido. Por eso nuestros complots individuales fueron innecesarios y bastante fútiles. Fue el éxito de Riose lo que despertó sospechas. Y por su éxito fue destituido, acusado, condenado y asesinado. La Fundación vuelve a ganar. Piénselo bien: no existe ninguna concebible combinación de sucesos que no dé como resultado la victoria de la Fundación. Era inevitable, cualquiera que fuese la actuación de Riose o la nuestra.
El magnate de la Fundación asintió gravemente con la cabeza.
-¡Así es! Pero ¿y si el Emperador y el general hubieran sido la misma persona? ¿Qué me dice a eso? Este caso no lo ha previsto usted, por lo que aún no ha probado su punto de vista.
Barr se encogió de hombros.
-No puedo probar nada. Carezco de conocimien­tos matemáticos. Pero apelo a su razón. En un Im­perio en el cual cada aristócrata, cada hombre fuerte, cada pirata puede aspirar al trono -y, como enseña la historia, a menudo con éxito-, ¿qué le ocurriría incluso a un emperador fuerte excesivamente preocu­pado con guerras que tuvieran lugar en el extremo opuesto de la Galaxia? ¿Por cuánto tiempo podría permanecer fuera de la capital antes de que alguien iniciase una guerra civil y le obligase a regresar a casa? El ambiente social del Imperio acortaría ese tiempo. Una vez dije a Riose que ni con toda la fuerza del Imperio podría desviar la mano muerta de Hari Seldon.
-¡Bien, bien! -Forell estaba explosivamente sa­tisfecho-. Entonces usted opina que el Imperio ya no puede volver a amenazarnos.
-Eso creo -afirmó Barr-. Francamente, Cleón puede morir antes de que acabe el año, y es seguro
que la disputa por la sucesión dará origen a la última guerra civil del Imperio.
-En tal caso -dijo Forell-, ya no quedan ene­migos.
Barr replicó, pensativo
-Hay una Segunda Fundación.
-¿Al otro extremo de la Galaxia? Tardarán siglos en llegar a ellos.
Devers se volvió de improviso y se enfrentó a Fo­rell, con expresión sombría
-Tal vez haya enemigos internos.
-¿Usted cree? -preguntó fríamente Forell-. ¿Quién, por ejemplo?
-Pues... la gente que quiere distribuir un poco la riqueza y desea evitar que se concentre en manos que no son las que la producen. ¿Comprende lo que quiero decir?
Lentamente, la mirada de Forell perdió su despre­cio y expresó la misma cólera que brillaba en los ojos de Devers.




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